Qué grato escuchar los planes de los jóvenes, su desinhibida
temporalidad, su ambicioso futuro. Pero aquí
pensamos en la literatura, este fogoso introito, esta desavenencia
con el día de mañana.
Se nos mueren los versos en las manos, cuando los tenemos en la punta
del sagrado arte
y llegan abrasados y cobardes al cristal líquido y sus liquidaciones.
Ah, escuchamos la guitarra de Boston,
More Than A Feeling y todo cobra un sentido como
enclavado en una caja de pino,
como a dos metros bajo tierra, un sentido averno y complaciente; una
diabólica misantropía nos invade.
El poeta usa el piolet (cosas del teclado) y escala su árbol secuoya como
un vampiro
diletante o sobrealimentado, se va leyendo a medida que redacta el
epílogo de siempre,
la modernización extenuante, qué jerigonza apalabrada como en un
lenguaje sin argumentos para la verdad, un arameo
incorrupto: fuera del cono de luz de Mexicali, la polifonía del persa,
las galletas persas cocinadas por la mismísima Parvaneh.
Ha visto pasar a Jordan con su séquito de (¿mariposas?, ¿luciérnagas?) Amor
–que sí.
Iba silbando una melodía irregular, desquiciada para su gusto: es por
el método del rap. No es que fuera
en su tabla de skate con el pelo negro rolando a babor, desafiando al
viento corsario del pequeño Walden, su romántica
visibilidad, iba entonando salves bajo un granizado de metralla indolora,
un pensamiento
sintáctico la cobijaba de su propio fuego amigo, el clásico retorno.
Dicen que el mundo se repite tantas veces. En un instante el mundo es
una aparición: los fantasmas
existen en el plano negativo de la realidad, hacen cola en la taquilla
como un alma cualquiera (para ver a dios). Dicen que todo se repite
alguna vez. Y el ángel lo recuerda, acude al bar a tomarse
una soda, se refresca las alas en la fuente, discute las maravillas de
la obra, toma nota de cada símbolo en la arena.
Y la montaña crece envilecida, no cartesiana, más torcida y
descarriada:
no es viable, pero encuentra otra solución, asume el diálogo con las
musas con naturalidad monástica,
edifica una cartuja en el museo y consigue una performance seca,
libertaria. Hay que situarse en el sistema solar y comenzar a mapear
superficies con esmero,
identificar las soberbias cordilleras venusianas, los masivos cráteres,
la personalidad de Encélado o el espacio
cinematográfico de Ganímedes. Esto es un Lope de Vega cósmico, la
metamorfosis en veinticuatro horas de terror.
El poema ha sido despiezado por el cazador, escriturado en el notario,
condensado como leche condensada; y ella
lo lee con la boca pequeña, rehaciendo un mohín angelical que termina
antes de tiempo en una sonrisa
decidida a acabar con las miserias de la creación.
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