No verse en los espejos es una manera de no ser. Tal vez haga
falta entrenamiento, convencimiento y pasión. Jordan tiene suerte de
vivir en un mundo
esperpéntico donde ni siquiera existe el agua clara, de vivir en un
parque regado por divina
aspersión (un sistema económico). Los dioses han roto cristales durante
noches enteras, han tocado cornetas y tambores,
han dispersado sus emblemas. Los dioses no necesitan contemplarse:
poseen
una exacta conciencia de sí mismos y saben
que solo están en nuestra mente.
Al alba, se desmorona el primer espejo y Jordan piensa en su belleza,
la forma en que la miran los jilgueros,
el paso lento de las bestias que se demoran apenas un segundo. Esta es
la soledad
elegida por nadie, ahora, hay un territorio a la redonda de sofocantes
dimensiones; ella es un núcleo atómico
en medio de la nada, en el centro de una molestia cósmica. Se suceden
imágenes, plumas de Vurt, jerigonzas complejas
como declinaciones griegas surgiendo de la caligrafía (o de la
fotosíntesis); una verdura entreverada,
poco corriente, un gigantismo de las expresiones.
También el alma es un fastidio que se hace detestable por su peso y por
su exagerada
financiación emocional, o su virtuosismo. Es como si tuvieras un ángel
dentro entrometido –dice Jordan. Una enfermedad ideal,
un dragón turnándose en la insidia con el hambre, turnándose en la sed
con una piedra
pequeña. El alma no es de arcilla, es un soplo contundente, eso sí.
Mantiene las propiedades de las grullas,
los altos cuellos, las alas minerales. Escribe historias que comienzan
por B, testamentos a la muerte del miedo.
Ángeles hay que recitan evangelios anónimos,
persiguen ataúdes e improvisan un jazz alicaído, su desaliento viene de
muy lejos, ruge como un león en la sabana,
tiembla como la seda sobre la piel de un beso. ¡Ah, iban a fundar su
república andrajosa!,
fundadores de una parte del vacío, cortando la eternidad en días pares,
redondeando el infinito.
Jordan tiene la suerte.
De vivir en el mundo. De no ser una princesa. No ser un ángel. Su
milagro convierte el agua en sed,
el hambre en palabras elegidas, fuego en la garganta; sus versos
anticipan confidencias, curan del éxito.
Tampoco se refleja la luna en pleno desenlace, ni doblan las campanas
sobre un cielo de chapa. La galaxia emprende
aventuras sin modelo, viaja como un boomerang arrojado
sin arte, sin fe, como un tren lanzado a tumba abierta en el instante
de volver a nacer.
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