Modestia aparte, la vida es un regalo de los dioses. Dios toca el
acordeón
en su diván, se registra, se toma la tensión, se diagnostica un becerro
de oro. Jordan finge no escuchar el drama
acústico que sacude con furia de tormenta su frágil asidero espiritual.
No son altavoces
plateados lo que decora la casa enorme desde cuyo balcón fue declarada
la tristeza. El sonido de un alboroto escolar;
sobre la historia, el foco de una mirada antigua. Dios ha depositado un
doblón en el aire y, ahora,
llueve un fino compás de melancolía.
Resiliencia. El árbol estoico procrea un manojo de cuervos
autodidactas, y un poeta (ni una flor). El verso
acomoda su estela al entorno (o el adorno) minucioso de la descripción
natural. La naturaleza conjetura retablos
imperfectos, uno tras otro, sin tiempo para dar explicaciones: de la
intendencia, se encarga el corazón.
Voces y relinchos de un arte empobrecido, enardecido; el arte a la
tercera, después de tres gárgaras de absenta,
un nubarrón de sensaciones que plasmar con un mechero en la mano
izquierda y un cigarro entre los labios. La sobriedad
de la pantalla, el parpadeo de la hoja de word, los miserables que
atentan contra la inspiración con sus cuchillas
rituales; otros colores para la felicidad, cien tonos de púrpura y un
solo cielo acusador.
Jordan vive una muestra pasmosa de aptitud literaria; al fin y al cabo,
todo se reduce.
Los días se acortan como distancias cósmicas. El ansible despega en la
conciencia de la ingeniería. Poesía, lo que se dice,
no hay, se carece de una estructura fiable, una Academia que promueva
la creación, únicamente el genio
tiene las manos ocupadas. Cada nube es un plano panorámico, merece un
par de barras aplicadas, dos
líneas consecutivas o una construcción indescriptible.
Y los ángeles… tan solos. El ángel que se le apareció a Angel Haze (y sin
abrir la boca); el que se manifestó ante la chica
milagro –en horas de trabajo– como un ovni providente o un fantasma esforzado.
A Azealia le gusta el pelo largo
de los ángeles, esa manera rubia de ser negros como el carbón.
Y tan hermosos. Su fragilidad, sus lágrimas sin rastro, la huella de
una sombra atronadora
donde solo debería acreditarse el silencio metódico de dios.
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