Como mueren las nubes en el pico del
águila
y se arrojan las alas contra el miedo
perfecto,
la sensación de estar en otro mundo,
sola
en el mundo infinito donde es dura la
hierba
y comparten el tiempo las ciudades
doradas
consumidas en llamas y los crudos
silencios
apegados al campo y su frecuencia,
donde
crecen cabañas grises, caballos sin esgrima,
árboles secos, nidos, gruesas
empalizadas
extendidas en nombre de la libre
conciencia.
Como todo se muere en un salto de
aguja,
en un mismo sonido destinado al
fracaso.
Cuando el arte es un sueño que se mide
en hondura,
se mide en puras lágrimas y en
esquirlas del alma,
y la voz permanece sobre todos los
pueblos,
sobre todas las manos y todas las plegarias.
Es un mundo perfecto, es el tamaño
exacto
de la sangre que corre, el sólido
latido
que no se apaga nunca, trompeta,
cielo, piano,
haz de luz derramada como si fuera
luz,
voz que viene tallada en un tallo de
voz,
lengua de fuego arisca, lóbrega nuez
del aire,
senda por la que fueran a coronarse
imperios,
ángeles estelares, jóvenes mitos
hechos
a imagen del deseo y la desesperanza.
Como mueren la nubes en el pico del
águila,
con el mismo contraste y el mismo
contratiempo,
y la misma viveza del pájaro
enjaulado;
como el tiempo desnuda la apariencia
del tiempo
y la tierra concede, con violencia, el
descanso
completo y la fortuna de no volver, el
éxito
probable del olvido, la frescura del
vértigo.
Nadie abrirá esa puerta clavada en
el espacio,
partida en el umbral deshecho del
futuro;
¿quién vendrá a contemplar la levedad
del polvo,
su longitud airosa o su temperatura?
Hay un abismo, existe un vacío
constante,
pero siempre en un grito, un concierto
de sombra
a la sombra del aria que concita la
orquesta
y los perros airean con su fiel
movimiento;
hay un eco inocente que también
sobrevive
en la línea maestra y el declive
culpable,
en tantos corazones y tantas
inventivas,
en el vuelo más simple y la nieve
más cierta
como un ave gloriosa o una verdad sin tacha.
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