Entonces
examinó sus alas,
apéndices encharcados de terreno,
tumores débiles, y las redujo
a una cuenta minúscula de cristal en
su espalda.
La Avenida era un antídoto contra el
tiempo:
lo que se tardaba en recorrer. El
tiempo simulaba mera reciprocidad
lineal, sus propiedades bíblicas en
descenso continuo sobre la fauna de la existencia, la farsa
de la realidad humana.
Fue triste
y duro dejar el palacio de los perros,
olvidar el futuro y rebajarse,
peonza, libro enjaezado en oro,
metáfora aparatosa. Y derramarse líquida y sensible,
víctima de la tierra. Dolía el aire
en las entrañas, un viento con olor a
sangre. Reconocimiento por elevación: el cometido, la noticia de llevar 1$ en
el bolso,
el fajo miserable, la falsedad de
mirar a la luna con ojos renacidos.
Destiny
lloraba tanto; eclipsaba los heroicos
dedos de la noche con su llanto,
retorcía el espinazo del mar con su llanto, que era algo terrible
nunca visto, deleznable y odioso. Su
belleza
viraba hacia la nada, miraba hacia un
abismo concreto abierto en la pintura,
volcado en sinuosas elipses.
La verdad de llevar un alma entre los
labios,
de ser piel antes que espíritu. Su
carne en el montículo del ser, agarrotada en la niebla; o habría que tirar del
hilo
negro, cortar el cable verde, elegir
la rubedo del oráculo.
Eran
alas de miedo, superficies absurdas cuya
morfología
desafiaba la imaginación del verano.
Su
primavera despuntaba hasta la sorda cúpula de los minerales, con esa
mineralogía
exótica
y abundante, cierta floración exagerada en el mundo.
Su cara debería haberse contraído en
una mueca celeste, debería
haber ardido al contacto de la
felicidad, pero solo mostraba la sonrisa del cuervo, el espectáculo prosaico
de la contradicción.
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