Y se dejó caer, rodó por la túnica
suave
del aire que corría, ¿desde qué
altura? Un prado se apartaba, pero no era
azul, no era verde como el mar, ni se
arrugaba preso del oleaje y la tormenta; se anunciaba un rumor de rosas
inocentes, linchadas en aquella
sordidez de tempestades y catástrofes, no era el infierno, ni el fuego
corroía la esencia de la noche
perpetua, ni las almas debutaban en el baile.
Deslizándose como un reptil dorado,
ingrávido, con esa naturalidad
sobredimensionada, ese atónito
reencuentro con la tibieza y el delirio. Durante un millón
de años se sintió caer en el vacío y
el estruendo,
recapacitó, vivió una vida plena de
respiraciones y diálogo, saboreó
sus crudos momentos de gloria.
Durante una vida pulsó sus labios
contra el mural del viento, atenazó sus ojos con la mirada de un halcón
perseguido, inquirió a sus mayores, fue
herida por un sable de nieve, abatida
por un rayo temeroso. Compuso ademanes
de furia, de estilo, dio ejemplo y templó sus cuerdas al filo de un horizonte
imperdonable; fue árbol germinal, columna
del invierno, y fue palabra
dulce. Arrasaron sus ojos hectáreas de
cemento, huérfanas avenidas,
lagos con su velo de coronas, cruces
falsas y cruces encantadas, focos de pasión.
Se dejó morir entre dos aguas: una
cálida (la otra, lágrima);
recitó al descubierto con su mejor voz
grave y agradeció el silencio de las flores, la luz
preciosa dibujada en la atmósfera, su
melancólico ceño, la fortuna grabada en cada nombre de la primavera.
Bailó junto a un sifón de truchas formidables
y trasteó con los huesos de la gente.
Era un clamor, de nuevo como un gesto
de la aurora que rompe, desborda
la paciencia del método, anula el sereno
epitafio del tiempo; ah, con sus mil rostros
definidos, los mil atuendos de la
gracia, las mil huellas del perdón, sus mil frescas gargantas afinadas.
Se derramaba de pronto sobre el cielo,
¿desde qué altura?
Cantaba con el tamaño del mundo dentro
de su pequeña sombra, la superficie del sol en una mano terrible,
llena, profundamente llena de amor.
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