Había rezado de rodillas
al lado de la cama,
con la mirada perdida,
concentrada en la oscuridad. Había
rezado todos los días
con la mirada doblada como una camiseta, los ojos
vueltos hacia dentro.
El milagro sucedió, y
fue estrafalario:
se disolvió la materia,
el paisaje interior suplantó decididamente a la esfera cotidiana y la soledad
atracó su barco pirata,
aterrizó
su avión nodriza en el
mínimo espacio de la ausencia.
Y conoció la verdadera noción, el hecho divertido,
inusual y conveniente,
la sensación inútil de la soledad. Se halló. Sola sobre
la faz de la tierra,
sola en aquel espeso titular, aquel encuadre fotográfico, aquel nido
unifamiliar. Sin
familia. Sus padres desangelados por aquella ley de fuego. Ella,
angelical, desposeída
pero dueña, desterrada
pero ¡qué dulce hogar!
Sola pero en casa. Aterrorizada
por el ruido farsante de una fantasmagoría
mecánica, una aviación
fantasma, el molesto silbido del expreso de las doce llegando a la estación
una hora antes de las
doce, un rato antes de cualquier
lugar, con el pasaje
desintegrado, los vagones ardiendo.
Hay un jardín para la soledad donde dios existe un poco,
un poco como si no
estuviera allí, como aerodinámico y algo estirado, subyugante; una deidad
acomodaticia, leída, el
ser supremo de un vacío lleno de calles vacías, canchas de basket vacías,
cines vacíos que dan películas
de acción sobrenatural.
Ella había rezado, con
su camisón y su destino, descalza en su habitación
real, en su cuarto
creciente, aumentando de tamaño según avanzaba la oración y las chimeneas
aullaban su estropicio
de carbón helado.
Y su padre y su madre sometidos
al efecto
extraordinario de la
desaparición, el acto conciso,
ansible del
desvanecimiento, la transmigración de las almas hacia un balneario
suizo situado en otro
universo radicalmente sujeto a la física lineal del silencio, paraíso
de asmáticos y pobres de
espíritu, ¡oh, reino de gigantes!
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