Mundo cambiante y decisivo, climático y glacial. Hoy
hace
mejor que ayer, pero hace un frío extraordinario, los
coches castañetean sus llantas anodinas, aúllan
los motores de extinción. La carretera no termina en la
pared de nuestro
cuarto, la calle permite el escarnio permanente de
nuestra flaqueza
ética; hay dos bandos y miles de expatriados, un volcán
de incertidumbre
arrecia a pleno sol.
en medio de la décima Avenida, ni vestirse de blanco, ni
siquiera
obrar el milagro de la restauración. El prodigio era la
maestría que impartía,
la simetría que arrugaba como se dobla
una camiseta gris.
Laura paracaidista, sus alas mágicas eran un desembarco
en Normandía
(campo de violetas que acogiera su descenso).
directamente. Nos atropellan un sinfín de vehículos sin
conductor, de vehículos
eclécticos, nos cazan como leones en un paso de cebra, agazapados
en la curva de reducida visibilidad, en el pasaje
peligroso, el paisaje del vacío verdadero y sus múltiples
interpretaciones, todas ordenadas por un dios sorprendente.
a juego con su altura ―vértice demasiado punzante. Su
nariz es casi perfecta. Ella es casi perfecta
como un sábado de mayo o una primavera
prohibida, como esa canción del verano que nadie consigue recordar.
Exacta como una parábola sujeta a las leyes de la
hegemonía, tan poética como un tigre
vestido de riguroso azul.
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