No hay
salida, solo millas, kilómetros de jungla. Sintetizar se impone, ya no se
cobran pagas
extras
(donde nunca se cobró el jornal). Los bloques transpiran el sudor de sus
ocupantes
que cala
las fachadas, se ondula y nubla la vista como una ola de calor. A ras, estratos
como naves espaciales,
planos
de un futuro desechable. El misterio de la felicidad infantil arropado
en el
infierno por un ala de crow, colmado de regalos de navidad: trenes eléctricos y
maquetas personalizadas
con sus
propios barracones, su checkpoint. La salida es tragar espacio como un tragador
de sables, de fuego,
como un
dragón inmortal. Jordan lo sabe y enciende un pitillo sin estornudar,
racanea
el tabaco y el hachís, la hierba deportiva que abrasa los pulmones.
En la
basura hay de todo, ratas asustadas que pueden contagiarte su ferocidad,
pequeñas personas
ocultas
tiznadas de hollín que a saber de qué fábrica cerrada, de qué lumbre. Las
máquinas fueron clausuradas en masa
por una
suerte de sacerdotes del capital que actuaban en comandos
invisibles,
arcanos. Al principio los disturbios colapsaron el centro de la ciudad,
solo se
adecentaron cuando dios tomó cartas en el asunto. Todos los obreros
vestidos
de domingo para recibir a dios, y nada. No bajó. Proliferaron entonces
jóvenes
milagrosas, encantadoramente ajenas e incluso desarmadas
que
recitaban poemas y volvían locos a los hombres. Chicas investidas de
responsabilidades, poder y cercanía
constantes,
que pasaron a ocuparse de la justicia (y la paz).
Tampoco
es que ocurriese así. Las fábricas cerraron sus cadenas y se trasladaron,
primero al sur,
luego al
este huyendo de la quema. Los novios se vieron obligados a aplazar sus planes de
boda. Los artistas
se
vieron forzados a posponer su obra maestra. Los poetas se vieron. El poema fue
pintado en la pared por un artista serio;
Jordan
aprendía a toda prisa, memorizaba listas como números de teléfono; dotada para
el teatro,
teatralizaba,
declamaba una tragedia tras otra, excelente comediante, sin máscara,
a cara
descubierta su voz prorrumpía en aplausos, escarbaba la tierra árida, dura de
las fosas, hurgaba en el interior
profundo
de las mentes más desordenadas como un juez de instrucción.
¡Ella
juzgaba la fortaleza de los trabajadores!, su disposición hacia la catástrofe
del pleno empleo
o las
remuneraciones en especie, su franqueza al ser interrogados. Ah, pero todo era
un sueño en la soledad del parque:
las
pandillas que esperaban a que anocheciera, los coches incinerados al fondo de
la postal suicida,
sucia
robada en el kiosco. Luces navideñas
frente a
la extraña luz de la discordia, el resplandor de la pobreza vista de cerca, al
microscopio,
la
sociedad dorada y su espasmo colectivo, el producto social adelgazado
convenientemente hasta la infamia;
un
milagro pendiente y una revolución en el desván, en el ángulo ciego de la
flaqueza humana.
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