De
cuando en cuando, la noche duele. Se respira un exceso de penumbra. Sombras de
largas pestañas
maúllan
como niños de pecho. Rimas doradas que han sobrevivido
a los
pronósticos inician su ascenso a la garganta del clan; los chicos son
arrestados,
asoman
su inocencia por entre las rejas del furgón. Hacen deporte –muertos con el
chándal–
sin
apetito real.
Leer a
Calvino es un placer diario. Jordan lleva en su mochila un libro cada vez.
Se
asombra en contra de las reglas de la poesía. Se caracteriza en contra de las
normas
de la
poesía. Ha leído a Strand que tiene consejos y buena voluntad,
es un
buen hombre a pesar de sus poemas, su experiencia laureada y reconocida por las
editoriales
nómadas
(a ver si). Las editoriales no es que sean, estén formadas por tuaregs de piel
azul,
ojos
como dátiles preñados. Allí florecen los ejecutivos seglares y lo hacen con una
ley en la mano, nacen
con la
ley en la mano, discursean en vez de lloriquear, ya demandan al médico que les
azota tras el parto; son Peritos,
pactan
convenios que exigen diez (re)presentaciones, autos
contra
la poesía y la mente del lector, eventos que destruyen el Libro y lo manosean,
lo
mezclan y lo aturden con su taser disléxico. Necesitan sangre compatible con la
preceptiva legal.
Jordan
nunca estuvo en una sumisión poética de esa índole ensoberbecida y febril.
Ahora
ya no
hay; no hay tiempo ni poetas ni folios episódicos que hablen del amor, artistas
felibres sin dimensión conocida.
No
existen o han muerto. Está el poeta que frecuenta los urinarios públicos
y vive
en una tienda de campaña regada con sangre, el guionista que lleva caramelos de
fresa en el bolsillo,
el extranjero
que se prostituye en un extremo del parque.
Están
los que rehacen cadáveres exquisitos con cuánta mano izquierda
y
fruncen el ceño.
Jordan
se las sabe. Estudia el juego de la felicidad con verdadera ansia,
se queda
hasta las tantas y se levanta pronto para repasar el firmamento, entresacar la
fronda, culminar
el
capítulo trece. Su memoria desfallece antes del segundo joint, debilitada y
fúnebre.
Ella
considera un espejo narrativo, un espacio histórico para su famosa imaginación.
Hace sus deberes en una habitación
no tan
enorme como debiera, donde no hacen eco las palabras negadas al silencio
y la
música se incrusta en el conocimiento (parece un accidente).
A las
seis, la oscuridad organiza un acto público, una lectura y al piano
un
colgado registra la última moneda de Chopin. Los fieles abandonan su postura
del loto y se sientan como títeres
en las
escalinatas, ovacionan al genio: es un escándalo. Hay humo y una productividad
ensordecedora,
términos gigantescos para describir lo inefable porque no puede más, no aguanta
la comedia,
ese
escaqueo permanente de la realidad que frecuentan los teóricos, esas montañas
que
levantan con el escombro de sus emociones para que los demás las suban de
rodillas y dando gracias a dios.
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