Una
catarata de diamantes, así se veía el cielo completo; mientras,
la noche
cimentaba, hormigonaba, acuchillaba cada centímetro de césped, el parque entero
hecho un zarzal,
diseminado
entre los barrios alejados del mapa, el parque hecho un país central
de
pronto expuesto a la verificación de los espejos. De pronto, una colección de
espejos -lunas en cuarto creciente-
fecundaba
las raíces de la sombra. Para ella. Sus pies reformados por la piedra,
urbanizados
y tímidos, deportados al cauce pétreo de la soledad, más de un atajo
que
recorrer (al fin). Al fondo, un reloj de luces enquistadas en el horizonte, la
estrella polar marcando su destino anónimo,
la
fraternidad de los astros y otros prodigios imaginados una sola vez.
El aire
diseñado por un anfitrión modesto, un aire nada conceptual, más inactivo,
en
desuso, ya respirado por un millón de corazones. Jordan y su mascarilla desde
que anduvo por las calles rectas
de
Pekín, la Perspectiva Nevski, la Décima Avenida. Sin coger un avión, todos esos
lugares
dentro
de la pequeña extensión infinita del parque; su big-bang profético y su
comportamiento
detestable,
la libertad de crearse como una víscera y sus metamorfosis.
El sueño
que rompía tantos hombres por el medio, quebraba las columnas,
desafiaba
muros y hundía catedrales. El futuro entrando en Roma con toda su barbarie,
arrasando
la
inteligencia catódica, el grumo tecnológico, la información.
Esta
sociedad desinformada. Jordan creía en dios y dios consultaba su agenda o su
cuaderno de baile: lleno para siempre.
Creía en
un gran centro comercial con poderes extrasensoriales para rellenar las bolsas
de la compra,
los carros
atiborrados, infectados de comida inexpugnable sin fecha de caducidad. La
última cena
todas
las noches de la vida, un festín pantagruélico con sobras para el perro -pobre Gris-
y cucharas de oro,
copas
hasta el borde, cálices a rebosar de néctar. Dios
de
paisano, dios con el traje de faena, sin medallas, todavía escogiendo una
presentación moderna, de espantapájaros,
algo
turbio como un robot mestizo.
En el
barrio, el bar subterráneo abierto hasta la próxima estación. De mala muerte.
Ramas en
la barra y en el pelo de los bailarines, bebidas humeantes. Humo y negación.
Negociaciones
a dos
bandas, desenfado y mucho autocontrol. La lluvia había dejado corros de grafía
en los orígenes del bosque, un grafitti
desigual
de significado perverso para contrarrestar el eco de la magia, frustrar sus
posibilidades de victoria. Dos
rondas
pagadas por algún fantasma desprendido. Hágase la luz.
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