¿Dónde
estaría el cielo cuando se alzó el vacío sobre todos
los
cuerpos del espacio?
El tren
partía en su viñeta del cómic,
desaparecía
luego de la vista, tal vez sepultado,
enterrado
vivo en la conciencia; ¿qué atento maquinista no habría dibujado la forma de
las nubes?
Se
condensaba el vacío en torno a una razón gigante, giraba en su remolino
meteórico,
su vórtice habitual. El torbellino de la nada cruzaba la sala de estar, se
vencía
sobre
el tic-tac apático de la mecedora, era una máquina de hacer
mermelada
de frambuesa (el universo en una taza de café); y las estrellas que fulgían insípidas
burlando
la soledad de los planetas.
La luz
tenía muchos nombres, nombres
arrojados
desde una lejanía de combustión y adorno, nombres de animales como pelícanos,
águilas
reales y águilas de una infinita dimensión, figuras residentes en el campo
último de la imaginación y el miedo,
cuarto
de juegos y dormitorio de las hadas. La luz llevaba el nombre de cada
niño
muerto y lo dejaba caer como un regalo a medianoche, como un rayo ascético de
luna.
Ferocidad
para empezar; la obra en trece actos inmorales, el número que significa la
suerte de la sombra;
sombra
para empezar, un retoño de sombra en el bolsillo de la americana, por el rabillo
del ojo, en la comisura
estrecha
de la boca, santuario de alegría, y de silencio.
Hay un
niño dormido en mitad de las vías: ¿qué no hará el maquinista? Dios ha
protegido el arte
hasta
que le ha sido posible retirarse de él, abandonarlo frente a su monstruosa
concepción.
La foto fija del amor ha salido a subasta y el futuro ha pujado con cautela,
comparando
deseos, decepciones, almas con las manos manchadas de sangre.
El Ángel estuvo allí. En su mecedora celeste, inventándose un cuento, una oración
para espíritus de mirada perdida;
los
labios separados en un resto de carmín divino, el gesto
estático
de la felicidad colmando su frente de finales sin tregua
(pero
no había nadie en el vagón atestado de cadáveres).
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