Está sobre una roca. No para el
discurso, no para la vida, no para el Arte ni
la humanidad que descansa: solo para
la roca. Solo para el estropicio del amor, la violenta
reacción al instante siguiente, la
picadura del insecto, el tacto original de la raíz; solo para la parsimonia
del olivo, el vuelo terrestre del
polvo que rastrea en la oscuridad del sueño.
Oh, la dentadura perfecta del futuro
ha inventado un mordisco que no duele, una forma de fracaso que no salpica
sangre ni fecunda los párpados; si tu
madre te corta la ropa con unas tijeras,
si tu padre se quita el cinto y lo
blande como una cimitarra, si eso ocurre, entonces. Hay un poder en ti:
súbete al primer espíritu circulante,
al primer tranvía surgido de la nada, a la primera
novela en ciernes, y escapa, surfea
las noticias del periódico, construye un fraseo
omnipotente y declama con el ritmo de
un millón de escuelas demolidas, la intensidad de una clase de estímulo
rotundo, tararea el último anuncio de
la televisión, su melodía impúdica, entra en el museo de cera y verifica el
ansia
de los muertos, la misteriosa presencia
de un espacio tranquilo.
El poeta está sobre la roca, roza la plenitud
con su lengua de hielo, y escucha: el relámpago, el sordo crack
del alma en su llanura, la autonomía
insólita, brusca del azul que mortifica como un baño de paz, como un río pequeño;
descubre la huella del Ángel que partió.
Destiny (como para no verla) dignifica
el aura –tiara bendecida, saga
incandescente–, lleva: los vaqueros
rotos, su pelo inesperado; ajena al vituperio de los fieles, la transitoriedad
de la agonía,
la música. Difunde una música evasiva,
sus dientes castañetean, sus brazos se dilatan con la inflación del universo
(hacia otro lugar), su rostro usa tics
y marionetas, ojos, labios y ciudades,
nubla curiosidades cotidianas.
No brotará el poema de la roca, no
seguirá la rima estropeando el premioso
dictado de su ausencia, su módulo
artesano, su sincopado estreno –esos nervios. Oh, Ella luce un vestido
indecente, cortado al bies por una reunión
de hadas mañosas, un sindicato de duendes embebidos, su pelo
coronado por un reloj de arena, la
pértiga de sus pestañas que alcanza el índigo sucesivo del otoño estelar, la
hondura,
el abismo resultante de sus ojos
negros como una moneda falsa en la mano de un niño.
La roca se ha movido: pasa todos los
siglos. Y los recuerdos vuelan hasta la playa donde las chicas
caminan mojándose los pies; y la luz
interviene para mostrar el nombre
que ha soñado la tierra, el camino al
hogar… y la palabra.
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