domingo, 10 de octubre de 2021

en pie

 

A qué altura la soledad
es lejanía. Hay un lugar. Detrás de una montaña tan alta, tras un desfiladero,
al fondo de la noche que perdura, donde las mariposas
cambian de color.
 
Es un hogar
deshabitado ―Shangri-La―, en una zona
catastrófica marcada en el plano con una X gigante, allí, en medio del campo,
silban los ruiseñores y forcejea la hierba. Se escucha una voz
―bronce y charol―, un espacio se reúne.
 
Vuelan (tan) lejos los besos del alba,
vuelan como páginas finales, como abejas instructoras o pasos de ballet. La soledad
asciende peldaños, construye fronteras en su imaginación y las franquea, y las destruye después con un movimiento
alegre de los párpados.
 
Ella restituye la paz, giran sus pestañas y amanece
un revuelo de silencio, un torbellino; entre acrobacias la tierra germina y las flores
conducen a la forma íntima del amor, su tristeza
incendiaria.
 
En otro lugar, otro país,
lejos de la victoria fugaz de la belleza, a desmano de todo lo hermoso que ha nacido, ajeno
al firmamento que respiran sus labios.
 
Qué fertilidad
absorbe su latido y lo renueva, no es que ella merezca un campanario, una revolución de los espejos, su aurora
irreprochable; ah, sus manos que absuelven y renuncian al mundo.
 
Ella renuncia, mira hacia abajo y sonríe, su alma
forma una nube y se deja llover de pie sobre el futuro.



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