Qué
grande parecía el mundo
y
qué pequeño lo hicimos. Era una semántica incompleta, vacía y corta. Ah, no
significaba
nada. Apenas una voluta de humo, el brillo hipodérmico de la sangre, el rabillo
del ojo del mínimo
color
disponible, el mínimo color múltiplo (es orange).
jugábamos
al billar y el humo no contaminaba, las piedras eran tan flexibles
como
la rodilla de Claire; y el aroma que atraía a las abejas, el filtro
amoroso
de la resina explosiva, la goma del milenio.
funesto,
la enumeración positiva de tantas fatalidades. El escondite definitivo.
contradicción;
¿qué se siente siendo un personaje famoso?, ¿qué sienten las personas
aupadas
en sus pedestales de gloria al entrar en la panadería? La matemática
fluye
y es un asco realmente no dominar el prurito de las ecuaciones, su romanticismo
y su economía
gestual.
construyendo
el futuro. Por extraño que parezca el futuro no colmaba las ansias
del
futuro. Visitábamos entonces los Juegos Olímpicos de Barcelona y tal vez
adivinábamos la trayectoria
no
errática, acaso carismática de la jabalina, la parábola
espontánea
del martillo, visualizábamos con poderosa antelación
la
carrera de cien metros de la bella Marion Jones, su zancada poliédrica.
sin
novelas de ciencia ficción ni películas de miedo, solo con la fuerza
natural
de nuestra crónica desilusión.
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