Esta infelicidad es para siempre. Quién no ha sentido
el paso inclemente del huracán, la suavidad de las horas metafísicas, el
lamento
caritativo, susurrante de la soledad. Quién ha sentido la genuina
alegría de Emily al ver publicado su poema.
confiamos en el desastre. El amor nos aturulla, nos vuelve
personas infalibles.
su avaricia espiritual; invocamos la presencia masiva de un Ángel ecuestre,
la estoica
aparición mariana ―esta transición del terciopelo a la piel de naranja―,
el productivo
asombro del poeta ante el jeroglífico vertical de NYC.
desvanecido como una palabra rusa, evaporándose a causa del calor
cerebral, de la temperatura (y no de la altura portentosa o piadosa de
Laura ―que nos da rienda suelta),
dilatándose como una tarima flotante. El amor
solo en la imaginación y en el futuro imperfecto del recuerdo.
claramente. No forma una procesión de términos
inconcebibles, puede explicarse (un buen psiquiatra lo haría, 200
psicólogos lo harían sin duda
razonable), no trata de la posición política, la postura ecuánime, no
fecunda. Es el Arte
cobrándose el recibo de los años en blanco, la noche
que amanecerá por fin un día cualquiera
para asombro del mundo.
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