sábado, 26 de febrero de 2011

epístola a los perdidos

Entre los edificios, rabia el espacio limitado al frío,
un espacio caracterizado de vacío interestelar, un matto grosso cósmico,
con sus gotas de lluvia invisibles al tacto de los álamos
y su fina cartera de acciones de la compañía del gas.

Entre los rascacielos, cunde un volumen de ampuloso esfuerzo,
proclive a la exosfera, hostil a los insectos con excesivo afán de superación,
a los flamantes cuervos y su vuelo enjuto,
a la paloma mensajera que alardea de manso recorrido,
un volumen inquieto convertido en histeria,
el globo que se hincha hasta engullir la forma,
la frontera que suple el coraje oceánico,
el festival de una nación oculta.

En primavera, crecen las rosas en las medianas de la avenida,
en los amargos parques industriales
donde las nenas coquetean con el rap y los caimanes disimulan sus fauces cotidianas.
De pronto, surge la rosa con un escalofrío de vergüenza en la ventana del amor,
brota en los púlpitos y asciende a los retablos,
dicta las frases hechas del poeta jovial.

Los chicos pasan de arrancar las flores por puro vandalismo,
lo hacen porque no son de este mundo,
porque no vierten mácula en su fuero interno ni desacreditan su razón
y porque son hermosas como billetes de cincuenta.

Entre los edificios, rabia el espacio sustraído al sueño,
un espacio alquimista, de ligeros vértices y urdimbre cochambrosa,
que manosea el culo de las nubes;
el espacio es el eje y en torno suyo vaga el pensamiento,
es la columna madre del incrédulo, el párrafo que agita la sopa primordial,
la curva que pronuncia completo nuestro nombre.

El espacio es el árbol cuyo fruto es el hambre de los desposeídos,
la pistola cargada en la taquilla, el final de la historia,
la hipótesis trivial que formula la hierba en días memorables.

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