miércoles, 29 de enero de 2014

romántica


Una hoja caída por ensalmo acaricia un movimiento suyo,
es el árbol cayendo abatido, el viento que se lleva la sombra de un siglo,
el sabor de una época dulcemente inconsolable. Ha terminado el día de mañana;
el árbol yace donde no pueden verse sus costuras, la columna trenzada, el poste de la luz.
Nada más que un aliciente melancólico para completar la jornada sin despertar a dios;
era un álamo que hablaba de respeto, depuraba sus miembros, se quedaba sin libros
y sin voz. Un movimiento suyo y la hoja se estrella, vacilante, acrobáticamente,
un sosegado triunfo de la acción aterrizando por fortuna sobre una piel humana que se aparta
y vuelve a iluminarse.

Ella pasea en un furgón blindado, pero está tan afuera que lo ve pasar lejos del mundo.
Silba sin saber qué hacer y acierta con el trino de un pájaro sin nombre.
Hierve el pensamiento como el césped crepita de paisaje. Hay que pagar la renta del parque;
se sabe que los perros no son buenos huéspedes,
saltan y se excitan mutuamente, creen en su poder ejecutivo.

Las hojas prefieren una muerte rápida, ser pisadas, arrastradas por la tierra
que ha profanado la lluvia. Su mano, su frente, ella y la hoja seca de papel secante
sintiéndose una sola fibra, parte de la empresa familiar. Ella vestida así:
donde reluce la piel, de un color cualquiera menos de aquel color (o este color).
Pisa la hoja y nunca sale en la pantalla (el árbol no está ahí):
se trata de salir a la calle con la ropa adecuada a una posible aparición estelar.

Pero su estado de ánimo. Sinceramente es un misterio que no se dilucida,
no se infiere. Bueno, atormenta lo suyo. Delata una cavilación oscura y transitiva,
un estado policial, un estamento. El escarmiento que merecen los árboles y las personas,
todos los seres vivos, es cosa del señor; hay que dejarle a él, ejecutor masivo,
verdugo y francotirador. Nadie quiere morirse en la hojarasca o al pasar una página,
nadie suspira por una página rancia todavía increada.

Aquí, el Aire, ni luminoso ni estático, restaurando su procedimiento, sin despeinarse.
Una rama que martillea una sola vez y entonces salta y pega el golpe, que golpea,
mejor dicho, con buen tino y desempeño casi ritual; un hecho poco fáctico en verdad,
siniestro y esporádico, que a menudo duele. Pero no ocurre. La hoja mimosa halaga,
arrulla suavemente como el aceite más aconsejable.

Hurga el pétalo en la herida escrita (nada es así, sino de otro modo, como debe temerse),
raciona su cariñosa industria. La chica se detiene en medio de este paso de ballet
disfrazando de brinco, la pirueta selecta. Y cuando se asoma (asoma el pecho) al frío,
vierte una lágrima timbrada con el glorioso estigma de la proclamación, el aroma del hambre.


domingo, 26 de enero de 2014

triste como es


Fuera de sitio. Rechazando la exhausta corporalidad de la carne,
la tosquedad sistemática del hueso. Desarmado. El cuerpo al fondo, de atrezo,
sumergido en una bañera, así sacando un brazo para pedir auxilio, el brazo que saluda,
la mano que extiende sus falanges y avisa de que hay una cabeza en su lugar,
allí, sobre los hombros. El cuerpo atado a un poste para que los dioses practiquen
su puntería absorta: dardos reparadores, saetas puras, flechas de temporada (juegos de azar).

Acaso el cuerpo en armas, ascético, en volandas. Caminando por encima del alma
como si fuera un redentor de algo, un redentor en ascuas, alguien que desea algo,
un siervo cautivo del deseo ferviente, un seductor que arremete contra el pensamiento
tan humano y su excelsa virtud, el sublime instante en que se piensa en todo
de la misma forma y todo se comprende de la misma manera inexplicable; el momento álgido
en que se pierde de vista la materia y se ingresa en un espacio gobernado por el horrible silencio
que precede a la verdad.

El cuerpo decide mirar hacia adelante y solo encuentra  un compendio de imprecisas visiones
que son como horas muertas, retazos de un ayer en metamorfosis permanente,
integrado por un sinfín de acontecimientos que nunca llegaron a ocurrir, sucesos posibles,
reales pero estrictamente ajenos a la experiencia. ¡Ah!, y el cuerpo que se desvanece,
pasa a formar parte de un colectivo líquido, se convierte en imagen de sí,
grosera representación del espíritu, una idea grotesca llevada a feliz término
por el inconsciente, cotejada con el original en un despacho gris de la memoria.

En la soledad del sueño, cuando todo parece comprenderse mejor y el miedo no es un medio
sino el mensaje final, el fin de las cosas que acaecen sin alcanzar un sentido coherente
con lo que pudo ser y no fue, en esa habitación enorme donde el eco se pierde en la lejanía
del tiempo y la oscuridad adquiere una nueva catástrofe para su colección de horrores,
oh, la llama que no encuentra oxígeno, que no se alza ni vislumbra el camino de vuelta al hogar,
que sirve únicamente al concepto frío de la iluminación y carece de encanto.

Fuera del cuerpo. Sintetizando labios, codo a codo trabajando con el núcleo del fuego,
desatando un incendio que no le pertenece. Desafiante. Indiferente, sin decantarse
ni entregar su hermético concepto a una palabra. Este objeto celeste situado a años luz
de la fábula del arte, tan distante del mercadeo de los sentimientos, mecido por la sombra
indefinida de un carrusel galáctico, desconocido al tacto de nubes y horizontes.
Nave sideral que surca mares de abandono, océanos de olvido,
fértiles llanuras asediadas por el odio y la resignación. Esta cantidad profana,
sólido místico, este animal sin sangre que no admite llamadas ni cadenas.

En el recuerdo, un sonido tajante, una música vuestra, un silencio capaz de reventarse el corazón.






miércoles, 22 de enero de 2014

martes de solemnidad


Es martes. No llueve. El hombre del paraguas lanza su rogativa a pleno sol.
Despilfarra su danza de la lluvia, clama al cielo, versifica un álbum de fotografías
en sepia donde la gente ocupa los portales, se protege de un clima bastardo.

La barricada está en el mismo sitio que ayer; cuesta pasar por su lado sin rozarla,
hay que saltar un poco sobre escombros y cajas de fruta, hay que cerrar los ojos
y contemplar otra línea de acción. El hombre del paraguas se frota la mirada con la brisa
sin miedo a la razón que se abre paso en su mala conciencia.
Simpatiza con el diablo y con la risa de las chicas obreras, tan sin prejuicios, tan cultas,
serenas y eficientes, hechas para la lucha y el desencanto, para la consternación y el éxito.

La fuerza pública responde a la llamada del fuego. Golpean como apurando otro cáliz,
esquivan sus propios proyectiles, condenan el egoísmo de su propia voz,
confiscan sus propios equipajes. El uniforme aprieta las ideas, congestiona hemisferios,
hace efecto en la lengua, que se comprime y se escora hacia la propaganda de los gritos.

Las cámaras graban sucesos con rigidez y orden, no exploran el detalle
ni confían en la pretensión del arte, solo filman fijamente, hacen su ronda por la realidad,
pero ocultan todo un arsenal de gestos especiales. Desde la azotea, ahora hay que espiarla
a ella, que ladea su frente y vuelve a su misterio fundando un panorama de rubia expectación,
que pronostica un cambio de paradigma con su estilo de no ser más que nadie.

En concreto: no llueve, o es martes. El hombre del paraguas tira una piedra contra los escudos.
Acierta. Es una drea desigual, las pelotas de goma silban y derriban cuerpos como en la bolera.
Los chavales arrecian sus capuchas negras y preparan cócteles con demasiado alcohol.
Las ventanas aúllan; el griterío saca a las alcantarillas de su narcótico sopor habitual.
Hace humo, timbas de vapor. Café con pólvora y granizo para llevar. Un lema
que se rasca en medio de la calle, una bandera sola como un niño perdido.

Y la ceniza, a imagen de la lluvia, que no tarda en caer como una maldición elemental.

sábado, 18 de enero de 2014

siempre hay un puente para decir adiós


El puente se reduce a su único ojo; ¡ah!, pero el ojo útil, no corrupto, incorrupto
en el sentido de las agujas del reloj, que es un sentido ético a prueba de espejismos.
Y el poeta que pasa por el puente pensando en su materia:
¿el sexo?, ¡no!, el poema. Así que va pensando que ¡menuda estrella!
Ella en sus tacones del místico altiplano, en sus tacones subida, hacia arriba
en el ático base, peligrosamente aupada en sus tacones reglamentarios (de andar por casa, no).

Sobre la música hay un país en marcha, como el país que cruza el puente mirando a las estrellas.
La chica tiene hambre de color. Más allá de aquella utilidad del puente hay un desierto
taimado, una fiera que pretende. Los caminos llevan al lodazal,
conducen al puerto seco; los caminos habitan un recodo de la inteligencia, su espacio fractal,
frutal, físico pero menos, un espacio absurdo del expediente Navidson
que no da mucho miedo pero da en qué ____________. Digamos que eso sí.

El hábito hace a un monje que corretea y saltea por el prado grande urbano (el plano, quizás).
En el plano, la música se escucha como el pasodoble aunque sea hip-hop y muy hardcore:
¡es Lolita Sevilla!, sobre el plano. Los poetas (que ahora son dos o más) abundan
en su idea de: ¡menuda estrella!, le sacan brillo con las mangas de las camisas rotas.
La chica -ella a todo color- pisa el suelo montado en nata del puente de Brooklyn, con dolor.
Pisa el puente de Triana y, si cabe, pasa de cabeza por el techo, el ojo de Sauron,
o aquel puente romano adecentado para la ocasión. Ella duerme con la luz encendida.
Es una entrometida en este asunto del amor: porque canta sin que nadie se lo pida
y llora sin que nadie traduzca sus razones
y sueña sin permiso de la felicidad.

Hay un emoticón para cada esperanza, para cada poeta un dibujo que suple la carencia de abrigo;
la escarcha vence aunque defraude su ritmo controlado, su espíritu gremial y estacionario.
Los pájaros de siempre la pegan de volea (o revolotean, que viene a ser lo mismo)
silbando una entrevista personal, entonando un himno cutre, así como quien no adquiere la cosa,
pero heroico del todo y a machamartillo, sus picos remontándose sobre un caballo blanco.
Ella trata de tropezar con estilo y termina golpeándose en las sienes (en ambas de rodeo)
y escupiendo tres besos colorados para el príncipe del soneto final.

Por eso el espacio urde su distancia. Definitivamente. Una tela de araña se propaga como un virus
gripal entre los sólidos, hitos de arista, cuerpos en términos reales, tan solo entre las sombras.
Y la muchacha crece porque sufre, y dice adiós con esa voz aguda pero llena:
¡hasta pronto, corazón!





viernes, 17 de enero de 2014

elogio de la ceguera


Tenía la belleza su perfección a la altura estrecha del tobillo.
La realidad tomaba fotografías y no se cansaba de retratar el alma
en todas sus proporciones, desde arriba y desde abajo, desde la trinchera:
oh, alma en tránsito, temerosa, no de su igual, sino de su contrario, temerosa del cuerpo
con sus faltas y sus escarnios, sus epítetos y su escuela privada de ficción.

Esta belleza que subía por la pierna a contemplar el muslo y la cadera puesta
de perfil, a detenerse entonces. Cuando empezaba a bailar tenía otro espasmo
diferente al primero, ya no se estremecía ni prometía lealtad al verbo
que manejaba los tiempos de la creación.

Flotaba en el terreno respirable, sobre la intensidad del claroscuro,
una reacción al entusiasmo de la palabra amor. La indiscreción de la hermosura no se llevaba
bien con el sentimentalismo y su daga permanente. Recaía en su dolencia
y anunciaba un declive semejante al progresivo de las economías domésticas.

Hubo un observador. De tantos. Cariacontecido en un momento,
exultante de pronto, recompuesto, como individuo, muy agradecido y con soltura,
todo ojos, cauterizada la sonrisa en mitad del rostro abrasador. No sabía qué
había presenciado hasta que alguien, tal vez. Desconocía la potencia axiomática
de un tobillo palpable o la solemnidad de un muslo debidamente modernizado.

La belleza manifestaba su desdén por el futuro, su voraz apetito de forma,
la creciente ansiedad que caracterizaba sus facciones clásicas.
Aumentaba su influencia hasta la raíz misma del cabello, la pestaña íntima,
la minúscula gota de sudor destilado en la sangre. Se adornaba con vanos sacrificios,
bajas ofrendas al dios de la perpetuidad, como resistía el fulgor de una mirada cualquiera
o perfeccionaba su delirio a sordos golpes de clara incertidumbre.




Hamza Djenat - Photographer/Art director.- The Spanish Beauty

martes, 14 de enero de 2014

ideal


Perfecta como una línea sofocante, resolutiva como un verso, radical
como una cibernética princesa
electrocoronada.

Perfecta en su remanso, en su alcoba grata,
nada deplorable. A su paso, soberbia, relampagueante, lúcida, bárbara a su paso,
tremenda. Así se produce una mirada cinematográfica. De gira.

Un juguete roto de gira por el hueco del ascensor.
¡Qué actuación!, la marioneta con el corazón en la mano.
De estreno. Dos rombos para el arte y ensayo sin paracaídas
(y una escalera mecánica).

Otro día nada suburbano. Ni un billete de metro. En palacio, expuesta a la ira de los confesores,
indefensa ante el señor y su guerra santa de guerrillas -escaramuzas preconciliares-.
            ¡Lobos con piel de caimán!

La música en el antro preferido de dios, limando pareceres adustos. Tener una opinión
es importante, una insondable, opaca a la voz de las alturas (que repercute tanto).

En la pantalla, la galvánica muchacha es un robot soñador, ¡ah, pero el robot soñado!,
íntegro de curvas, cóncavo de esferas, rastas y diamantes;
un vehículo trucado con yantas de charol.

De nuevo están el paso de látigo y el flow combinando materias y conocimiento.
Se deslizan los ánimos como lágrimas por una combinación violeta, como monedas
falsas por la ranura de la máquina de discos. Suena un espejo antes de romperse
hasta el infinito.

Mejor nos vamos, dicen los chicos, que fuman marihuana en español. Otro día será.





domingo, 12 de enero de 2014

la oscuridad del cielo


Sentado ahora en la arena, contemplo el sol, que se desdibuja hasta convertirse en una simple sombra.
 Los rojos casan finalmente con los azules. Pronto la noche nos devorará a todos.
(La Casa de Hojas, Mark Z. Danielewski)


La oscuridad era una goma de mascar.
El chicle que se pega en la suela del zapato, no como una sombra.
En expansión, brillaba la oscuridad como un semáforo ciego. No hacía falta la noche:
a la hora de comer, todos los días se formaba en ausencia. Sus palabras
eran frías y significaban un pozo de quietud, la máxima quietud,
el necesario roce de la velocidad quedaba aletargado, roto. En sus palabras rotas
podía detectarse la noción del silencio, el desgraciado hábito de la sinceridad.

En casa, la oscuridad bajaba la voz, los insectos zumbaban con sordina.
Los padres no pegaban, solamente rascaban la suela del zapato (con violencia).
En el cuarto de estar se hacía un eco a la distancia exacta de 17,2 metros (cuando solo había
tres y medio de pared a pared; cierta distancia gris).
La sensación de alivio que dejaba reseco el paladar.

El bosque tenebroso manchaba de niebla. En su centro tan pegajosa la hierba
seguía siendo bella como antes de salir a la luz. Los árboles pateaban un balón de hojas
o fingían una enramada mágica, reproductiva; menos las zarzas, el bosque entero
cobraba por salir del paso (del laberinto).

Ahora viene la ninfa (¡atentos!). Que podría llamarse de cincuenta y dos maneras diferentes.
Digamos una náyade. Aletargada en su humareda gráfica. No es que escribiera ella
un libro de poemas ni tañera la lira. Era tan sólida (no, Rama no es el nombre de una ninfa)
que venía del sur y no llegaba al mar. Ni tampoco lucía, sino que se dejaba caer
por el retorno, las ocultas veredas cubiertas de ramaje y rosas lívidas.
Era sin nombre un diablillo nocturno, un cervatillo correteando hasta el fondo,
riendo sin parar, sin desperdiciar un brinco, sin escatimar una sola gesta.

La tenemos envuelta en un sudario oscuro, envuelta en un millón de ocasos diminutos
¡(oh, nebuloso precepto, melancólica ley!, ¿qué turbia fuerza insiste en cumplir tu designio?).
El vórtice impreciso se abatía, pesaba sobre los hombros dulces, el fantástico cuello.
¡Desnuda y qué más da si nadie contemplaba su cuerpo!

Era un fulgor contrario, hacia abajo en el tiempo. La fría llama del olvido deshaciendo siluetas,
formulando su deseo grave de inmensidad.




viernes, 10 de enero de 2014

espíritu en acción


Ascendieron los tallos dobles miles de metros hasta rozar la huella de una diosa,
¡qué flores! La piedra agonizaba bajo la tempestad, la lluvia repartía codazos
como una vieja novia. En la nube rosa, naranja y crema, la cimbreante joven
bautizada por los sumos embajadores del tiempo sintió el cosquilleo residual del agua
y esbozó el borrador de una sonrisa mientras sus ojos crecían como huecas auroras.

Un viento elíptico musitaba comedias y los pájaros dialogaban su feria interminable;
disponía la luz de un escenario para su efeméride, su elogiado suspiro, y las cumbres
afirmaban el círculo. Del costado elegido brotó una ingenua maravilla, tres pétalos de sangre
que iniciaron un vertiginoso descenso por la longitud aérea de los lirios hasta llegar a la tierra.

Ella, que había imaginado la frescura de las olas, su olor a sal, su dignidad postrera,
temblaba como un sedal de hierba, desnuda ante el burdo espectáculo de la realidad.
Lloraba tanto al principio, víctima del silencio, que sus ojos proyectaban visiones imposibles
y sus labios goteaban alérgicos al tacto oscuro de la soledad.
Grácilmente, burló las alambradas y descargó un rosal de piel tostada sobre el mar abierto,
crestas de espuma bendijeron su paso eterno, el positivo alcance,
la distancia tomada por su aliento que rociaba perlas hacia la rectitud de las palmeras.
Fue la extensión de su fertilidad, el terreno hurtado al polvo y a la roca,
aquel verde frutal, aquella inmaculada solución que irradiaban sus manos necesarias:
un trabajo constante, indefinido, acumulando siglos en un parpadeo flexible,
derramando una pared de historia por el cielo compacto como si fuese miel
dorada y germinal.

Nadie alzó la voz. Un estremecimiento convocado en el aire,
multiplicándose en los brazos cansados, un color de más que venía a resolverse en el eco febril
de las mareas, en la frecuencia solitaria del viento desprendido que barría los templos.

Al instante, un exceso de pureza, una pulcritud asfixiante allanó el transcurso
de las horas muertas que contemplaban absortas su propio cortejo fúnebre,
su desglose en rápidos fragmentos de humo que verificaban la conservación de la amargura.

La divina muchacha desató un milagro por la punta de plata de sus dedos capaces;
su melancolía fue manoseada, difamada y puesta en entredicho por un coro de sombras.
La claridad colmó la estancia y nadie recuperó la vista, nadie sanó ni fue llamado Lázaro,
ningún suceso utópico tuvo lugar. El portento ocurrió en segundo plano,
difuminado y solemne: con estilo cegador, el corazón quedó suspendido en el espacio vacante
desprendiendo centellas absolutas como retales de infierno, atravesado por un cerco de puñales. 
Y la sangre tomó la palabra, gota a gota, a imitación del murmullo curioso de la fuente,
para anunciar que había regresado de su viaje infinito. 





lunes, 6 de enero de 2014

horizonte en calma


Todo está escrito. El mar es siempre un mar ajeno, es un pasillo largo,
resbaladizo, indivisible; el mar corre a su encuentro patinando delicadamente,
sus gárgolas furiosas lloran espuma, nieve, olas como puños encendidos.
Mirando al mar los hombres ven a dios (fuera de foco).

Nada está escrito. Nuevo día, nueva manera de mirar el mundo, nueva vida;
sin ilusión. Las bestias avanzan sin ilusión por un camino tranquilo,
muerden en sueños. La gente se obliga a permanecer en silencio. El amor es un acto
de voluntad; al amor se le dobla la muñeca, grita y se retuerce, pero en silencio.
Tampoco el silencio merece la caricia del papel o el chorro venenoso de la voz,
se escapa por los tejados, fluye, se filtra supersónico bajo la tierra convulsa.

Crucificarse es tan piadoso como escribir un poema de amor. Por la nieve
cuesta caminar en la oscuridad, el tiempo se desnuca y promete un ruido estrafalario;
el mar se mueve hacia su onda, para adentro, se resuelve en un batir de alas
todo subterráneo, un Himalaya inverso, sin consistencia de montaña, sin abril.

El mar sin mes de abril sufre un concepto raro, remonta su primavera azul,
alza la vista al cielo porque nunca es azul a pesar del invierno que maldice su rabia
y lanza territorio helado por los ojos y no tiene secretos para la esperanza.

Mirando al mar, el amor es un pequeño dios perdido en el corazón de las estrellas.
El amor es un espíritu aparte. Dicen que ya está escrito su poema, pero mienten.
Su alborada se está fraguando ahora con una gota de sangre y una lágrima
sobre un cristal estrellado, con la luz del firmamento sobre el futuro cuerpo de una sombra.

Al amor le sobra una letra para romper tan áspero y completo contra los muros del alma;
al mar le falta otra para morir de golpe por un ve(r)so. Todavía nadie ha escrito
su nombre definitivo, nadie ha pronunciado su verdadero nombre líquido y mortal.




By ANDREW STEARNS

sábado, 4 de enero de 2014

grandes esperanzas


Con grandeza, el niño intuye que su mente prodigiosa es el centro de todo lo que existe.
Tierna filosofía de la edad.

El viento corre
como alma. Deprisa. Las hojas de los árboles sermonean al barro
antes de (caer). En picado bajan planeando estrategias planas
los copos tumefactos capitaneados por un secreto a voces.

El centro -que no es ninguna parte- va por libre, está fuera de sitio;
el universo y el centro del universo son una misma cosa que no existe.

Suerte que no hace tanto frío. Hoy las hojas del árbol suspendidas
en vano -en un espejo cóncavo- desvaneciéndose sin aura (ni tensión).

Aparte del centro hay un timón para surcar corrientes,
una percha y un arsenal de fuego. El misterio se aproxima. Los cielos suprimen
puestos de trabajo.

Volviendo al parque nuestro -que susurra su nombre-, la muchacha escoge
ser (así); bordea un mapa extraño, se sumerge en una capital de hojas secas,
espacio coloreado, pardo, numerado y sombrío. Técnicamente, sale a la luz
ausente de la tarde.

El niño encuentra su camino a casa desorientado por un sueño vigilante, un efluvio coral.
La chica ya está echando una mano a la mano diminuta. Árboles en torno,
delineantes.

Las estrellas educan. Parten de una base invisible, guían a pesar de su ignorancia
crítica. Hasta que ella se centra en el laberinto pasan años terribles
como horas de gimnasio.

Almas en guerra fingen soluciones al pánico, toman medidas. El niño madura
un pensamiento deprimente. En la cueva, solo hay luz,
afuera, el mundo gira alrededor de todo lo demás.





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