domingo, 29 de mayo de 2016

satisfacción


Donde no hay paso de cebra, prototipos demacrados cruzan la avenida, llevan el síndrome
colgado de la nuez como un ahorcado sin divisa, vuelan como el periódico de ayer. Los cubos arden,
echan chispas las antenas de la televisión. Reunidos en torno a la bandera que emite prólogos
ininterrumpidamente están los oradores, subidos en cajas de pescado,
depurando responsabilidades. La política serpentea porque no es exacta, ronca y se investiga a conciencia al despertar.

Los hijos de alguien salen de casa con un puñal en el bolsillo,
son buenos chicos con alguna excepción capitular. Argumentan en el grupo de debate pero es mejor dejarlos ganar.
Qué ampulosa se tiñe la tarde con sus grados de sombra y sus sombrillas desplegadas
como las alas zurdas de un dragón ornamental. En el grupo de debate hay un dragón que razona, tan persuasivo
que no necesita fuego para hacerse entender, silencia las miradas críticas con un leve
aleteo de sus fosas nasales, es huérfano y ha pasado la niñez en un arcón.

En el colegio había buenas personas que cumplían objetivos docentes con entusiasmo
digno de mayor discordia. Sin aliento terminaban las madres su clase de yoga. Luego todos en familia al comedor social,
tipos hercúleos adoctrinados en el cristianismo a la espera de un milagro consecuente hacían
cola junto a la nación sin techo, el eslabón perdido de la lucha de clases.

Jordan y su camiseta con la cara del Che, con la cara de Obama, con la cara del Ser. Ser que podría ser
extraterrestre, pedir limosna con los cuatro brazos extendidos, saber dónde está el sur, cuándo decir la última palabra.
El Ser que sabe estar, aguanta el tipo tanto como la respiración, bucea en el acuario hasta el eclipse,
se ríe del poema desconsoladamente.

Hay que fumar porque el parque se ha llenado de gente interesante que no tiene papel. La policía
enfoca a los aullidos y le pone las esposas al detalle. Tronza extremidades demasiado largas y traza líneas fronterizas
sobre el campo de juego. El tren ha partido el paso de cebra en dos mulas viejas. No hay
luz en las ventanas: se ve que el tiempo ha retrocedido unas décadas sin ningún inconveniente
y los poetas se chivan a Whitman, calcan el sentido de Neruda, atesoran resmas de papel carbón para el rescate
del Arte. Silban una canción profesional en pleno siglo veintiuno, ignorantes de la fatalidad.

Hasta Jordan tiene que ver. Ensaya su lagarto-lagarto antes de hollar el mármol atlante del templo,
toca madera, cruza los dedos rotos en cuatro ramas filosóficas. Se ha hecho un selfie con un árbol del montón,
nada especial, uno de raíces azules con flores de plástico: estaba muy aplatanada. Las horas disimulan su tic-tac enorme,
tiemblan al paso de un reloj de arena. Suena el precioso himno de un canario minero,
¡ah!, y la nostalgia de la muerte invade el escenario con su pequeña dosis de satisfacción.




jueves, 26 de mayo de 2016

realismo por anticipado


Explorar el eje infinito horizontal de la realidad, su infinito
eje temporal. Todo lo que acontece es una pesadilla que se repetirá. Pensar que las cosas no existen
es agradable. El parque es un tamiz, suena roto
como el corazón de un mendigo. Por la piel del agua el viento silba una barcarola, copia
de una metáfora intocable. Lo inexistente sube de precio porque todo el mundo lo quiere. Y no lo hay.

No hay espejos sin mácula, no hay victoria, no hay un baño turco en el baño del comedor social,
no hay un Cadillac Eldorado en la puerta del comedor social,
no hay un comedor social. Las mantas del albergue apestan a humedad y moho restregado, parecen incautadas
al enemigo, parecen restos fúnebres de una batalla auténtica, epítome veraz de la lucha de clases,
vértice probable de la revolución.

Jordan escucha a saltos: Leon Bridges canta a Lisa Sawyer, esa muchacha de cabello limpio, esa belleza
sin nombre. En otra parte de este mundo que no existe (porque no se contiene)
Lisa inicia el milagro de la supervivencia frente al ocaso de Nueva Orleans, la maldición del agua.

Y la crítica ovaciona, se muestra unánime por una vez: ¡oh, un alma ha nacido de la nada!
como la mayoría de las intuiciones. Pero el golpe duele sin preguntarle a nadie, simplemente actúa sin remilgos,
no hace comedia ni le interesa el resultado. Jordan saluda con una arisca
reverencia, Gris se da la vuelta y le ladra a la Luna, que parece ocupar gran parte del eje horizontal yacente del universo observable.

Sendos paquetes de historias paralelas se entremezclan al oído, Chopin está de saldo en el hipermercado,
domina una estantería absurda junto a unos relatos de Paul Auster. Las rebajas
suman etiquetas y obtienen justicia. Alguien roba desodorante y loción para después del afeitado,
lo que acaba esculpido en la aduana de dios (y dios tiene el aspecto de Veronika Bozeman, es importante decirlo).
Resulta que, en paralelo a la historia, dios ha escrito una novela de misterio
protagonizada por Veronika Bozeman, 
que trata de resolver la desaparición del sistema solar.

Asegurar que algo es infinito y que no existe viene a ser la misma cosa,
responde a la misma sacudida oficial, semejante estremecimiento doloroso. La realidad es una forma cualquiera
de representar el oficio del vacío, hablar de ella es
dibujar una musa imprecisa en el cuaderno, hacer un cálculo borroso en el papel de plata,
musicar el poema de un estadounidense con bigote.

Jordan saca la pluma, saca la piel, escribe alto como un mariscal del cielo, fuerte como una roca siberiana;
sus palabras oprimen, ordeñan el futuro con las manos sucias de haber besado, la frente
roja de haber creído en el amor. Su novela es mejor que el silencio de dios.



martes, 24 de mayo de 2016

una eternidad en el espacio


Jordan tiene complejo de sí (misma), un diseño caótico. Los altavoces generan dimensión,
se pliegan sobre la forma del sonido, su temblor arrebata terreno alrededor del alma, crea una soledad de pasos cortos.
Hay que beberse el ritmo a grandes tragos como en un proceso revelado,
escrito en el reverso de la fase incómoda del sueño, grabado en la distancia.

Los versos compiten en rango y desprendimiento; su caída
es un espectáculo que nunca finaliza. Se matan. Se estrellan contra la firmeza de la realidad y su sangre
dura un rato en la madera, algo en la piedra, una eternidad en el espacio. Por el nombre
se empieza a decaer. El poema va firmado por una estribación o un río
célebre, su fama es la del árbol que convoca su paulatina sombra de infinitas moradas. Esta es la cultura,
el fenómeno en toda su extensión: el poema se mata
bailando una canción desconocida y puesta en entredicho. Figúrate.

Alrededor de las almas una vegetación vacila, chapotea, racanea su acento verdinegro, ese sorbo comestible que se le supone;
Jordan se aclimata a tanto cielo antes de que la acribillen a besos los mendigos, a preguntas
los chicos de siempre. Nada que comer salvo la luz que arranca
pájaros a la maleza, mariposas al nervio del agua en los jarrones.

Hasta la rosa aguanta el pensamiento por no entregarse a la revolución. Nada de plástico, hierba
sagrada y territorial, dioses que se revuelcan como caballos indios, gritan
una verdad que nadie ha combatido todavía.

Existen damas que abortan portaaviones, gente sin vísceras aficionada al teatro. Una paloma cruza el muro de la cárcel,
cumple condena durante un instante y es liberada por el viento. La noche engendra
monstruos léxicos, tóxicos, dispares, genios de la palabra que presumen de energía transitiva. Los chicos
solo preguntan por el mar, carecen de imaginación para entender el aire que respiran,
su fantasmagoría combustible: viven su espanto ávidamente, reyes envueltos en túnicas de olvido.

Pero ahora este mundo debe verbalizar la ausencia del poeta, su nombre despintado en la pared
del alba, la compasión que yace a su espalda sobre la tierra yerma, leve brisa que fecundara la mañana de ayer.




domingo, 22 de mayo de 2016

la herida del francotirador


Veloz, la poesía llega como un disparo al corazón. Pero no es poesía,
es un disparo al corazón. Todas las mañanas sale el sol para las minorías. Jordan vive en un país de minorías
(la mayoría ha muerto), un estado de embriaguez. Todos los días sale a la calle y deja que el sol
broncee su memoria, alumbre sus vagos recuerdos
como una madre. Y allí está su madre estrafalaria, con sus documentos bajo el brazo,
justo antes de morir.

La poesía dispara desde la copa del árbol acertando en el pecho a los viandantes, pero no es la poesía,
sino un francotirador. Ah, una ligera contracción semántica: es la policía
desde un balcón acondicionado, una esquina sorda de la mente social.

La sociedad se mentaliza, discierne. Mientras entierra a sus muertos. Jordan se aburre y pone cara de funeral; sucede que su madre
ha muerto en un distrito irregular (del parque), un día cualquiera. Y su entierro fue un reguero de jazz,
chisteras y baile sincopado, la conmoción del ritmo que abate imágenes y desinfecta surcos
cerebrales, se mueve por el río Mekong del pensamiento en una lancha rápida.

En el piso franco, el poeta no quiere delatar a nadie (por eso escribe con letra invisible un poema invisible
que no se debe leer). El inconsciente colectivo se ha compaginado y anda
tomando birras hasta las tantas, internándose por tramos prohibidos, lenguas de fuego. Vuelan libros abiertos que vienen
a caer del lado interesante. Y se entienden las cosas del revés. En un lugar de Shakespeare: “el mal que hacemos
nos sobrevive”. Es el esquema y hay que ceñirse a él.

Jordan no hace ningún mal, y está descalza doblando las manitas en sus puños de oro. Vibra
como una radio-fórmula atiplada, su antena fija en una voz del espacio que no habla de amor. El amor
ha respetado su cara de ángel, esa forma de mirar a las estrellas sin término medio.

Parece que las almas matan más que la belleza, son preciosas hasta cierto punto. El p(r)o(f)eta ha perdido la razón:
cree que no hay vida para la rosa más allá de los idus de marzo. Las balas sobrevuelan el verso, ¡oh! y la resistencia
es dulce, adquiere un significado pleno ante la fuerza
de la sangre, frente a la realidad que se compacta en el tiempo como si obrase un milagro cualquiera,
como si no fuese un día especialmente propicio para intervenir.




viernes, 20 de mayo de 2016

en nombre de quién


El nombre de un ángel tiene más decimales que pi.
Más dígitos que el carnet del paro del próximo poeta, que el número de la seguridad social de Lucifer. Hace calor en el Ártico.
Sobra la ropa de abrigo, el clima ha cambiado, pues el espacio ha descendido sobre la tierra,
así como acotaron los Vedas. Oh, nadie lo creía, ni siquiera Confucio.
Ni Buda en sus meditaciones llegó a prever semejante estímulo, a embridar ese esguince textual.

Hay que conocer su nombre para llamarlo a voces desde la estación internacional. Si se guarda en la memoria,
es necesario aportarlo, susurrárselo al camello de los nómadas
o al perrito pekinés. Gritarlo a los cuatro mensajeros del sur, tirarle bolas de nieve a su eco,
renombrarlo de mil maneras insolentes.

Montada en el tranvía, Jordan encuentra la huella inequívoca de un ángel:
uno que anida en su interior. Le habla. El ángel ha comenzado a soltar obscenidades que, además, son verdad.
La belleza lleva un mosca tatuada en el tobillo y el ángel se enciende,
desperdicia una escucha –su polonesa favorita–  
en el seguimiento, la indagación costosa y el roneo frontal. Arroja por la borda el don:
todo por una sonrisa desdentada.

Los poetas montan en el autobús y se incordian, discuten con los autores nativos en cada unidad del parque.
Y a veces son tratados con cierta consideración. No es fácil toparse
entre las ramas con su formidable estro. Lo seguro es adentrarse en el silencio y conspirar,
aspirar el aire andrógino de sus elucubraciones.

Arde el soul con mucha calma y del humo surge un nombre de mujer. Cuatro letras o más, seis letras en principio,
la sinécdoque y el rostro del amor (que arrastra su talento por la escena). La multitud
comparte un trance sin misterio, las antorchas bostezan en sus manos. Del cielo
acaba por descender un espejo común, mil párpados inquietos aguantan la respiración. La ceremonia se prolonga
durante una eternidad sin movimiento. El ángel llama a dios por otro nombre,
pero Jordan se ha quedado dormida en medio de la luz. 




martes, 17 de mayo de 2016

y pronunciarse


Jordan no es que sea su nombre; a quién le importa. Elegir una letra del abecedario,
bucear en el santoral, el almanaque de la imprenta. Hallar una forma desinteresada, eufónica y cordial,
un simulacro de realidad. Con su historia.

Detrás de cada nombre, una historia se pone de puntillas
o se agazapa en silencio. Pero los nombres se repiten, no así sus circunstancias. Jordan tenía un perro gris, de nombre
Gris, que hacía malabares y asustaba a los chantajistas. Gris era su nombre verdadero. En la rutina
absoluta de las necesidades, era preciso contar con una máquina inteligente
de protección integral.

Esta chica resulta hermética, no suelta prenda, su vida es un mecanismo enfático,
heredera de una dinámica celeste que le permite soportar los cambios de temperatura como las variaciones o sacudidas
registradas en los centros de poder, los cafetines y las cuevas más solemnes del parque interior
(que es todo el parque). Todos saben que su coraza es excesiva, que sus armas son mortales, que posee
una lírica destructora de mensajes, la llave del extracto.

En síntesis, Jordan se molesta cuando la lluvia atardece de súbito y las gotitas
queman como aerosoles y las bestias acuden a sus antros melancólicos, dejan limpia la acera y se relajan.
Leer, entonces, es un contrasentido que no puede evitarse. Primero, un vistazo
a las escrituras (para escoger sin miedo), luego un reconocimiento
baldío de estilo y mercadotecnia –sobredimensionando las articulaciones. Por fin la toma de contacto.

Un libro es un preparado de morfina y éxtasis:

            se le hace una radiografía a la imagen del espejo
            se dibuja un ratón con la melena al viento

Hay que mirar los santos (sin ira) y pronunciar despacio
(y pronunciarse). Las palabras tienen la virtud de encoger al recitado, desaparecen de la vista con harta facilidad,
quedan reducidas al eco de una mentira, se precipitan por el aliviadero de la memoria
como seres irracionales; y, entre todas, los nombres destacan por su falta de respeto, su propensión a lo desconocido,
la matemática del nacimiento impresa en su fachada.

Jordan: no para de llover. El sol ha declinado su amor –no en este tiempo– a través del olvido.




domingo, 15 de mayo de 2016

economía para zombis


Asomada al balcón, Rapunxel!; es una casa grande donde hay trabajo
que hacer. Debajo del puente, suelo residencial; el cartón es un material de construcción para los arquitectos
del auxilio ciudadano. La comida guarda el sabor a hollín del último incendio, es tan rápida que no tarda en desaparecer.

Arribar, leer un cuento escrito en minúsculas, abolir la esclavitud. Todas son materias de examen;
mejor construirse una cabaña en medio del parque y pasar desapercibido
sin código de barras tatuado en la espalda. Hace un tiempo, incluso se producían evasiones, si no quedabas
electrocutado, fundido en negro con la valla del campo.

Fueron derribados los muros pero la conciencia ha seguido experimentando un formateo continuo:
desde la televisión, desde la red inmobiliaria, en el mercado desabastecido, en la tienda cerrada por defunción fiscal,
la gasolinera consumida por las llamas.

Jordan ordena una pizza con su magia. Está riquísima
pero sabe al hollín del último suicidio: no se puede estar en todas partes. La prensa explica que los aliens
gestionan la economía, aunque para no ser de la familia resultan demasiado ortodoxos. Zombis también hay,
existen y caminan por el lecho marino hasta que te los encuentras en una barbacoa.

La sangre ha bajado de precio porque abunda, la oferta es instantánea,
como la muerte por causas naturales. Y es que el asesinato está en nuestra naturaleza,
dice el sheriff del condado. Los automóviles sí que han perdido su atractivo, nadie tiene prisa por llegar a alguna parte;
Jordan, que soñaba con el cadillac vibrante del Big B.
atropellando ráfagas de luz, alcanzando la Luna con un acelerón impresionante: cosas de la droga de mala calidad.

No obstante, el parque crece y los poetas encuentran refugio en la copa de los árboles, pinos
a ser posible llenos de agujas creativas, fuente de perforaciones
y dolor. Sospechan que la angustia purifica, depura las líneas de expresiones afirmativas o carentes de tacto.

Pero la página en blanco sigue produciendo quebraderos de cabeza; del orgullo
no se come. Y hoy tocan patatas con carbonilla y un vaso de leche sin cortar. Después, una película por sistema,
cinta europea, la rodilla de claire (o algún otro abismo), para que no se note la ignorancia;
y un beso en la mejilla cuando la noche oscura se cierne sobre el hueco del amor.



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