jueves, 31 de julio de 2014

censitaria


Había un hogar. Una casa redonda con su cama redonda, su chimenea. La casa era tan antigua
que no tenía antena de televisión. Era la casa de otro siglo, un hogar para el fuego. Las carantoñas
surgían ante la llama que bailoteaba y se dirigía hacia dónde, casi quemaba, lengua suelta.

De noche eran muchos por ahí, junto al jardín esperaban su turno ante la puerta cerrada de la mansión,
la taberna con su letrero medio roto y viejo de letras gastadas. La taberna estaba en casa.
Los padres bebían vino en jarras temblorosas y las hijas servían la comida en bandejas de plata.
Nada más que una banda que no lo era, un hombre con su violín y una muchacha rubia que cantaba en silencio.
Pasaban luego entre la gente y se escuchaba el tintineo de la calderilla, ese sonido agridulce.

Los perros se comían cualquier cosa de un bocado gigantesco. Luego andaban de fauces
con tanta intervención. Algún misterio ardía y el calor era un espasmo fértil por el aire, un sorbo
de grasa antes de vomitar. Todos los animales reconocían su recinto, gallinas, patos, cerdos,
hasta un asno de cara inteligente.

También la ciudad lucía su parada. En la ciudad, los hombres caminaban pegados a la pared,
muchos en fila india. Por las calles no había combustible y la gente se hacía cruces, se persignaba
con devoción ritual, hincaba las rodillas, caía de hinojos ante la farsa de la salvación, un creador informático,
el gran hacker redentor y su obra milagrosa: misiles contra el poder. Jesucristo estaba de moda
entre los perdedores fieles. Ah, pero el final fue como todo el mundo sabe.

La chica no había sido raptada todavía y nadie se lo explicaba. Su belleza no era de andar por casa,
no había antídoto para su mirada. Su hogar decían que en un edificio faraónico, vacío siempre desde que se fue
el faraón. Una vaharada de dulzura saludaba al visitante: welcome. Se partían las columnas obsequiosas
y los techos descendían unos milímetros sus frescos redundantes. Agasajaban las palmas y la música
frecuente -no en aquel momento- significaba un tiempo y un lugar en otro mundo: ya era suficiente dolor.

Había, pues, un solar. Una escena en el último rincón, lejos del asfalto, cuando la ciudad se convertía al campo
(una religión monoteísta) y dejaba de adorar a las marcas comerciales, dejaba de creer en la publicidad.
La tierra estaba húmeda y hasta viva, hasta vivía con su sangre por las venas, sus seres vivos,
tan hambrientos. Mirabas hacia arriba y el cielo era una esfera mustia, nubes como centinelas visionarios.

Ella pudo convocar a la tormenta, pero se conformó con una historia contada en familia,
su familia: la humanidad y el censo maternal de las estrellas.





lunes, 28 de julio de 2014

(y III)


Este es el género rancio, poesía escrita en una lágrima.
Escribir en una lágrima es creer en el dolor. Y no trasciende porque no es tan fácil engañarse,
engañar al mundo, mentir acerca de su sombra, decir que ahí no está, que no está oscuro,
que es una forma de lucir sin aspavientos. La luminosidad más recatada, modosa, brillar con humildad
y encanto controlado, ser tan sencillo como la chispa que se desvanece antes de cumplir su gesto.

Oh, y difundir el verso en su c(r)esta de claveles, llevar versos en el pelo. Hay mujeres que se ponen
versos en el pelo y los recitan a través del viento, con esa voz magnética de la naturaleza.
Estos versos deben ser ni cortos, largos en su justa medida que es así. Pueden verse a menudo
en la cola del paro cuando da la vuelta a la manzana y se prolonga como un poema triste
sin final. Las chicas son rapsodas de primera, angustiadas, tan libres de pararse en un banco del parque,
en medio de la acera, a la puerta del cine cerrado por derribo y sortear un beso entre los lirios,
besar a una paloma o llenarse de ruido los zapatos.

Alas que purgaron su pecado. El aire se pobló de corazones lanzados por su  propio vuelo.
El amor se restregaba y era ecuánime pero mecánico, desdeñoso con las pequeñas rosas que callaban,
desde la inmensidad, su nombre, desde la hierba blanca, su futuro. Había algo entre las flores y el amor,
algo relevante derivado del odio. Debe saberse que el odio es fundamento, una serie básica
de miradas y escarceos, como repudiarse sin haberse visto, o no querer y no quererse ahora.

Se supone que el amor es trascendente desde que se comporta de esa manera ruda, se empapa en la tinta
lacre del vestido, mancha tanto que un carmín. El día de la boda es cuando ensucia el cielo, ocurre el milagro
y todo el cielo se emborrona claramente. Luego se rompe. En la oración del hombre también existe un verso
corrompido, apología de la revelación insostenible. Falacias sobre dios y su familia acechan la honradez
de las personas, ensombrecen la vida, desarticulan obras extraordinarias.

La poesía incordia, trepa por escalas invisibles hasta que ya no puede disimular su desamparo.
El poeta tiene un ser enorme, formidable, tiene que ser enorme y general. Su voz
debe glosar, gritar, grabar conciertos míticos, equipararse con los divos de la ópera, silbar un piano rojo,
torcerse como un tobillo en el escalafón.

Para los ángeles la trascendencia y sus claves, la distopía que promulga su patrón, esa dualidad perversa.
...

Érase una muchacha obrera sin papeles en el bolso, sin dinero; sus labios escondían letras vírgenes,
paralizaban trenes, jets en vuelo rasante que aterrizaban deslizándose sobre la pantalla,
autobuses llenos de fantasmas pálidos; sus ojos carbonizaban la maquinaria de las factorías  
que perfilaban sin gracia la línea donde se perdían de vista relámpagos y aves.

Ella, que combatía el verso, era poseedora de una razón constante, la posibilidad de un nuevo comienzo.
La posteridad aguarda a quienes acarician un plan, el resto que se queda por el camino,
entre los girasoles del salón y el zumbido del agua, cubiertos de calor, son gente práctica, pero ella
era un tenerse, un yacimiento, su equilibrio en el tejado, el paso en falso que no engendra acción alguna,
ética de la salud. En ella se encontraba la unidad, un solo verbo: estar.

Una sola palabra: fuego.





domingo, 27 de julio de 2014

trascendencia (II)


Yunque, martillo. El rap contaba con su clase obrera, su herramienta física. Su Gloria.
Las muchachas cabalgaban sobre el ritmo que se subían por las paredes. La noche había
fundido en negro la distancia y los sonámbulos dislocaban sus párpados con indolencia y éxtasis.
El sonido en el yunque no atrasaba el reloj, no era exactamente un repicar cansado, sino la fundición
de la obra maestra, la restauración del socialismo en un solo desliz. Qué líder golpeaba con aire
nada débil, los ojos inyectados en cólera como un dios insignificante, las manos traspasadas
por histéricos clavos, un dolor sensato para ponerse mejor.

Ellas se reían. Algo debía de ser. La luz ya se había comparado con el suave temblor de las ramas bajas,
sombras igual que siempre, frutos sin distinción ni hermosura: la luz ya era un recuerdo inevitable.
Un agudo tras otro, sin retorno, sin retoques, la pureza explícita del torrente abandonando su caricia
interesada. Sucede de tarde en tarde, un poco a veces. En el país, no solía acontecer jamás
ese desfile de talento y producción. Amalgama de formas que no existen con tanta pulcritud de estilo.
Una sordera contagiosa en la naturaleza, la epidemia gratuita como una tos dramática.

La música rectangular del choque. Un hervidero absurdo de frases sin sentido, épicas hasta el fondo.
Pero nada. Sin bailar como J, sin abreviaturas dulces. Se echaba en falta, si se echaba en falta,
el ligero balanceo artístico, el ballet improvisado con su técnica escolar, las zapatillas trágicas:
una actuación en directo, sin condiciones.

Era en los bloques donde se partía el corazón de las palabras y el lenguaje corría de boca en boca
ligero y tórrido, entre algodones y basura. La basura figuraba, prendía en los portales,
armaba un cristo en las aceras blindadas de locura. Contra el calor, los perros se azuzaban árboles de copa
y los niños chapuscaban en el agua de los mínimos charcos. A pleno sol era un subterráneo cada día
que no dejaba pasar la claridad, una frontera mísera establecida a base de desconfianza.

Las ruinas oteaban el horizonte, se desenladrillaban a toda velocidad. Traductores voraces
recopilaban datos a su manera estándar, trabajo de calle. Porque el rap voluptuoso se vertía a cataratas
en aquella esquina donde hubo un local abierto cuando el trabajo era diferente al sistema penitenciario
y la policía tenía otras cosas que hacer. Por el humo se sabe, y hacia la columna, el incendio
controlado, iban los muchachos en pos de una sorpresa más. Ellas allí batían palmas y entrechocaban
palmas y todo era un palmario recorrido bajo la tórrida coraza de la tarde, ligando el estribillo de un hit
de los ochenta con un surtido hecho de fábrica en los sótanos del rock.

Allí, rociaban su turno con perfumes de victoria y manejaban el stock de la avenida.
El dolor estaba en casa y la casa duraba una eternidad de asfalto. Todo lo mezclaban con elegancia y vértigo. 
Una bomba latina en medio de la interminable carpa americana. Más allá, el flujo horizontal de las mareas.
Solo en la pista, el verso fuera del poema, un ángel sucio con las manos manchadas de egoísmo.




sábado, 26 de julio de 2014

trascendencia (I)


Trascender es la proposición. Dura es la vida. Interesa seguir la senda, todo recto: pues para no perderse.
Hay una vida recta y un estremecimiento que sacude los miembros adictos a la música real.
Pesa la cadena al cuello, que es de oro y simboliza un pacto familiar. La gorra quita el frío, evita el sol,
forma una palabra con la frente, suma desorbitada y líquida. Este es el salto que debe producirse
y pronunciarse, hacia arriba o hacia abajo, qué más da si lo importante es el aire que transmite un juego
vocal, una sensación térmica de desamparo y sencillo virtuosismo.

Este artista trasciende. Ha monopolizado la estructura creativa con su carisma hipnótico. Pero la chica es mejor.
Mueve un hilo y mueve los hilos, marionetas a bailar, dancing pequeños humanoides líricos, a rastras
por el piso pisoteado, por la tierra quemada. Los incendios sirven para esconder la llama, no todo el tiempo,
no para siempre. El artista facilita las cosas con una actitud convencional, mas convincente.
Lleva gafas negras y no ve los colores de la noche que se propulsan a través de la neblina. Su acento
recuerda al de los muchachos del barrio, pero sin el barrio, sin la marca de la bestia entre los ojos.

Para variar, la chica es una bomba, un volcán pacífico casi en erupción, casi flamígera, casi.
No busca cariño ni miradas tiernas; quiere vacío, un trozo bien cortado al vacío de eternidad y nada.
Está pidiendo algo de cielo en la cola de la pescadería o en el despacho del hambre para mañana. Algo de sol,
de tener que calarse la gorra y ya no ver. En esta música están los beats desenfrenados de la mafia, la mara,
la basca que produce y copa el mercado con ventas a la baja, está el acento de una princesa legal.

Aquí el artista va de traje y se compone la silueta, la nariz se la compone y se analiza antes de entrar
en danza. Contribuye a la desmoralización colectiva con una entrada en la vorágine demasiado entusiasta
para servir de poco. El público cocea y se tranquiliza apenas, vocea y pronostica una deflagración tras otra,
explosiones de contento y es la vida que se menea a todo trapo que parece un expreso abarrotado.
Por eso de que hay que coger el tren siempre, aunque no lo sepas, aunque nunca pase por aquí.

Vamos con ella que está en la esquina, anda detrás de una intención. Ya tiene el flow, ya tiene el swing,
tiene los párpados en pie de guerra, el pelo negro hecho un teatro de luz, las manos que se inclinan por el sereno
arte de la ondulación. La voz en la garganta, no en el pecho, en el pecho solo un secreto antes del alma,
partido por la mitad, medio secreto de la vida en un sentido amplio. Este alma no sabe cantar, es su herejía,
su cartel melancólico, su aguja en el surco que suena un rato a ZZ Top y después parece evaporarse en el soul.

El plan era afinar y luego abrirse. Carcajearse y descargar adrenalina por las fosas nasales. Trascender
era el estigma, el enigma, la proposición deshonesta. Las palabras debían organizarse en valses
y aducir un nuevo tratado. Sobre la libertad de asociación semántica habría mucho que decir. Es natural
ser libre y conducirse con solemnidad, y comportarse delante de los catedráticos con seriedad y esnobismo.
Y lo trajo el príncipe, su comportamiento, pero ella no tenía ganas de aprenderse el protocolo. Ella en la corte
variaba de corte de pelo y se prendía un joint en el laberinto, sin la gorra ni las gafas de sol, sola con sus fans
y sus fantasmas. El tema colosal abarcaba el radio de un disco de vinilo y contenía un sample infinito,
pegadizo, que te atenazaba los oídos e iba desmontando huesecillos con repentina entrega. 







viernes, 25 de julio de 2014

a toda plana


En la página hay un blanco criminal. Son muchos años de blanco, apaisados todos, juntos ahí.
La mosca es como el cursor, malandrea por el brillo, el tapiz resulta tan atractivo. La mosca es más grande
que el cursor, y más obscena. Raro monstruo si fuese de otro tamaño. En Hiroshima, las moscas
complicaban las heridas: la ciudad era una herida descomunal donde una enorme
mosca se reproducía. Larvas y calor. Por la página no es que salga el pus. Segrega, eso sí, un idioma
parpadeante, en borrador, a punto de ser archivado por siempre jamás. Archívese el amor.

El amor tartamudea y se desquita. Sobre la página no es voluble ni muestra sus poderes como un cardenal,
se resguarda al cabo de la hoguera y no dice ni mu. Sepan que una sola mosca podría
arruinar un gran amor con su insistencia. Los nervios del amor a flor de piel. Y la flor prefiere a las abejas
laboriosas y atléticas, aun en peligro de extinción. Las abejas se asocian con el prisma vernal, la meca del color.

A mansalva hay escritores con historias bíblicas, inusitadas; toda una vida imaginando para el día D,
la hora H de la inspiración. Están por todas partes, su ubicuidad abruma. Parece mentira
que haya tanto que contar. Son cuestiones de estilo, por supuesto. Retórica ambiente. Alta escuela,
deseos de epatar al personal académico, de sobresalir, preponderar y darse ínfulas, ínsulas cervantinas.
Todos en su ínsula tirándole los tejos a la Musa, que se revuelve y se resuelve en líneas de acción.

Empezar una novela es un acto de fe. Los no creyentes tienen un problema irresoluble en esa tesitura:
deben creer. En realidad, cualquiera tiene sus creencias, crédulos a ciencia cierta.
Es necesario contar con una mente a la que salta, una mente polifacética y parlante, la doble-mente
doblemente cáustica. Los escritores son pequeños saltamontes sobre una superficie esdrújula (o así).
Nunca atrapan la moneda, ya les vale. Se encomiendan a Shakespeare, a Faulkner, al éxito.
Es la erótica de la culminación, el misterio hecho carne, abierto en canal, el verbo dado de sí, a paletadas,
palabras que pesan lo suyo en la balanza bien trucada de la justicia editorial.

Sin embargo, el poema es otro cantar. Que se escabulle. Los encontrarán sesudos, maquiavélicos también,
introspectivos de narices, profundos hasta decir basta de cavar a pico y pala en la dura tierra polivalente.
A veces te pones perdido escribiendo un poema. No se puede llevar más barro en los zapatos
y es tan difícil caminar. No ya hacer camino. Caminar es un clamor universal, una sentencia lapidaria.
Lo normal, lo justo es hacerlo con una piedra atravesada en el zapato tieso de charol. Que luzca, pero que duela.
El poema se lo monta él solo. O nadie. Cuántos escritores han caído, cuántos se han estrellado con su auto
a cien por hora contra los márgenes del verso. Y otros han espabilado. Algunos se sacaban el peine
del bolso de atrás del pantalón y se atusaban el pelo antes de iniciar la rima en falso, una minoría.

Lo triste y habitual es ir rellenando el hueco con literalidades. Algún monstruo puede venir a colación,
una buena bestia mata el rato. La modestia es crucial: que parezca un accidente. 


miércoles, 23 de julio de 2014

una teoría ful de la belleza




La belleza es perfecta. Es una sugerencia en trámite. Lo saben los espejos, por más rotos.
La belleza es redonda. Lo saben los espejos donde se mira el mundo. Estamos gesticulando para el bien.
Hay quien gesticula y redondea para el bien, quien golpea con delicadeza el objetivo y sale hermosa.
Se trata de una bella ciencia. Hay un candor que es endiosamiento, si existiera un dios.
Dios es frontal. E imperfecto. Si fuera tan perfecto no existiría. Se habría conformado por egoísmo
con la suprema perfección de la nada. Diremos de la excelente disposición del vacío al exacto
cometido, al trámite corriente pero menos, inoportuno, indigesto. El vacío es exactamente bello, pero
tiene que trabajar de vez en cuando. Es creativo. Debe fluctuar de ciento en viento. Y así sale borroso
en la fotografía, su instantánea es errónea y no muy feliz comparada con la de la belleza en sí.
Esto hay que decirlo, el silencio no está mal aunque no alcanza la variedad ni la elegancia de la voz ahogada.
No es sencillo. Hay que concentrarse en los elementos, mirar el argumento con lupa, quizás gesticular
de modo aparatoso, con ademanes grandilocuentes y excesivos. Es lo aconsejable.

(Tanta maraña para decir que ella es hermosa o bella, sincera y metafóricamente.)

Ella es bonita. No perfecta. Su imperfección está relacionada con su voluntad de ocupación sistemática
del espacio y sus otras propiedades atómicas o moleculares; el colorido también y la ley de la gravedad.
Por los pasillos de dondequiera que sea que vaya se eleva un griterío musical,
un trabalenguas enigmático y lo suficientemente difuso para ser tratado (y oído) como una enfermedad acústica.

Ahora los planes del futuro para el porvenir, sin oráculo cinéfilo ni médium de confianza,
sin la consabida tirada de huesos de pequeño animal, sin contemplaciones de posos repugnantes de café,
té o manzanilla de hierbas con su aroma en sazón (y con razón). Basta ya de corazón. El corazón a la basura,
a la papelera, como si de un poema se tratase escrito sin penuria, con bastanteo, con edulcorada afectación.

Si ella fuera extraordinaria... Lo es. Su figura es un sólido de mil esferas, su sombra tiene partes refulgentes, incluso. Abundaremos en la sombra que le pertenece y es draculiana en un sentido estricto y poco mímico.
La tranquilidad con que la luz descongestiona los alrededores de esta persona es singular y apetecible
como mínimo; cómo disuelve las concentraciones luminosas no autorizadas con ese chorro de agua pesada,
con el uso indispensable de las tinieblas reglamentarias y otros medios que son fines en sí mismos.

Claro que podría exponerse la teoría de que la belleza es muy natural y animal, si cabe.
Es una deducción interesada, un razonamiento pueril, pero tiene su intensidad y su motivo estético.
Ah, donde no se existe no hay trauma ni imperfección, error ni fallo. Siempre encontrando defectos, nada sin tacha.
La inmaculada concepción del verbo amar tampoco es un pilar definitivo del lenguaje. Diremos que flaquea
y se ensancha, tiene tendencia obscena a la obesidad mórbida de significado. Y es proclive a la nostalgia.
En el verbo, que así es la poesía, no hay belleza independiente. El verbo y el verso se deben a la materia
aun a la materia de los sueños. No habrá plenitud en la representación si no la hubiere en el modelo. Y el modelo
se idealiza a conveniencia, se transforma y se trastorna, se deifica con fines espurios de placer y soberbia.
Contrarios al fondo y la esencia.

Ella incontaminada, de una esbeltez apócrifa. Su aliento, tan bello cuando no hay cristal, fuera del cuerpo,
intercediendo o incrustado en el primer espíritu. Dicho de otra manera, el soplo es vida porque no se ve.
Su hermosura se debe a una omisión principal; algo se ha olvidado, y es hermoso en tanto no puede concretarse.
Inmune a la crítica, el olvido es el mejor final. En el olvido, ella no está. Acabáramos.






lunes, 21 de julio de 2014

aquí en la tierra


Aquí. Sobre el perfil de un cadáver, sobre el cadáver limpio de una flor.
Tanto que no hay ciudad, el piso, el escenario. Una mota de polvo, un ciclón de estiércol.
Vida de tanto amor. La vida entra en escena en medio del paisaje universal. El universo
estático se amplía en el confín. No es estático, corre, vuela autosuficiente. Se expande porque mira hacia dentro.
Siempre mirándose el corazón. El cosmos.

Hay una flor en el cosmos que sonríe. Carruaje de metáforas. Metafóricamente.

Está el camello parado en la avenida. Metafóricamente. La gente cada vez fuma más en otros sitios.
Aquí, sobre el perfil, la ceniza es sangre o sombra. Es atroz el sufrimiento de la gente que, sin embargo,
se empeña en continuar el trance. Considerando: que el amor es una pretensión
oblicua. Considerando: que el amor (no) está de moda en este siglo. Cualquier mensaje cala, es importante.

Es cuestión de tiempo que las novelas se hagan realidad y las películas sean superadas por la monstruosidad.
Los monstruos están a un experimento de hacerse tan reales como un expediente
de regulación de empleo. De hecho, hay  buenos gestores que gestionan la moralidad
como verdaderos engendros: ganan elecciones.

Entre las aberraciones posibles, noticia para la esperanza: caerá la iglesia; ya se tambalea.
Los descubrimientos serán sensibles, tremendos. Habrás cura para algunas enfermedades prodigiosas,
pero los hombres morirán igualmente. Aún así, poseemos un conocimiento inofensivo de las estrellas
y sus cambios de humor. Somos campo de meteoritos, la batalla comenzó.

Ahora hay una flor sobre el cadáver, nada más natural. Veamos cómo ella muerde el polvo
metafóricamente. Ella entona una melodía y es como si hubiese perdido la razón. La miran. La señalan.
Llega la policía que le aplica una técnica de neutralización y aprendizaje social. Casi le parten el cuello.
Una vez libre, después de prestar declaración ante un sencillo juez electrónico. Ya está fumando. Pero por allá.

Besar no es oportuno. Los labios deben moderar su ansia de silbarse. Odiar la voz.
Esa boca es peligrosa y única. Esa lengua se habla demasiado. ¿Ven? Pues la flor no transmite, no emite
sonido alguno, no da pie. Es inocente la rosa (es). La rosa crece sobre los muertos,
sobre la creación (por si no lo sabían).

La muchacha lleva la voz cantante en su floración, florece como un chillido. Prospecciones, pesquisas,
exámenes finales del subsuelo, un procedimiento underground
para sacar a flote la iniquidad. Los crímenes se cometieron tiempo ha, porque es mejor matar de un golpe
y luego hacerse el santo, si no el mártir. La celebrada idea de suprimir los cementerios;
las ciudades reverdecieron a base de jardines interfectos, plantas de raíz carnívora,
íntimos laboratorios.

A lo nuestro: destacar la metáfora más cruda, la figura más dec(ad)ente. El traficante en paro,
sin material escolar, el soldado a verlas venir (las balas), el fontanero en su ferrari, son imágenes antiguas.
Tomemos el fenómeno reciente de la soledad, el reincidente y estrafalario evento de estar a solas
(se supone) con el pensamiento.

Lo ideal es tener la mente en blanco y dejar
que la música frecuente este solar abandonado, el camposanto de la mente en público, que las rimas
construyan su franquicia en ese territorio. Que las rosas sostengan su progreso. Ella así lo hace,
no se contiene y se-eleva, ruge, rompe su silueta en dos pedazos, forma y símbolo. La representación
de un mito -tropo definitivo- es inducir presión al suelo y esperar un milagro. Y esperarla.


domingo, 20 de julio de 2014

más romántica


No era preciso ser bella y melancólica. Pero lo era. Su sangre era tan azul como un río de flores.
Estos ríos esotéricos caben en la magia de las historias antiguas que se cuentan al rumor de la sombra,
entran de lleno en la categoría de los cuentos leves, inéditos, para niños que lo fueron una vez.
La historia explica la grandeza de la corte, el brillo corsario de la corona en llamas, el fulgor que el cetro
arroja sobre el patio de armas. Desde el púlpito nadie arengaba a los caballeros sino un duende,
que lo hacía en su propia lengua diminutiva y silvestre. Las corazas destellaban bajo el sol oriental
o las lanzas meditaban su intención futura. Desde los balcones, algunas damas recordaban el último sueño:
un cielo recto y vertical gobernando la tarde, las nubes enredadas en su aroma de tormenta,
pestañas contra el horizonte. La Princesa bebía su nostalgia en una copa plateada con adornos preciosos.
Oh, la memoria de sabor explosivo, la seda dividida en la frente, los árboles coincidentes con la brisa,
la constancia suprema. La levedad de una sonrisa que se pierde entre los labios buscando la palabra exacta,
la que no daña, no duele, no se puede escribir en la pared. Hay un tramo de luz que no descansa nunca,
ni siquiera a las doce, una fiesta que no entiende de campanas ni se concede un baile. Estaba para el baile
con un vestido épico, la heroína perfecta, líder de una compañía de sirenas, maga disciplinada, suave
como una pantera. El baile no empezaba ni venía a parar; la orquesta había anunciado su pericia
con portentoso encanto y determinación, llevaba a cabo un sesgo romántico y ensayaba los bises de rigor.

Estamos en el parque y todo suena eléctrico. El humo que se eleva en columnas atrofiadas y densas,
la sangre que hierve en las rodillas dilatadas; el movimiento es como un suspiro, va y viene, se rompe
y se compone sin apelar al significado. Los chicos se dan la mano, se abrazan, intercambian besos,
bolsas y regalos, cambian de voz con suma facilidad y se protegen de la poesía que ronda por ahí.
Un poema del bosque intenta secuestrar a una muchacha descarriada, lanza eternos dardos
que penetran por su boca interesante, la coloca unos zapatos de claqué para que aprenda a confiar
en su equilibrio, una corbata al cuello para que no olvide su belleza. La realidad se funde con el tiempo
y origina una secuencia que no tiene final: el humo que no tiene final, el parque que no tiene final,
no finalizan las rodillas ni los labios, ni las sonrisas se terminan, ni concluyen los besos. Solo la droga
se consume deprisa y, como siempre, se acaba. Las manos crean lluvia al aplaudir, un chaparrón intacto
que cala lo justo y a traición. Los chicos se han mojado de la cabeza a los pies y se divierten. En ese instante,
nadie les ama lo más mínimo. Todavía nadie ama. El amor es tan cargante, es una cláusula, algo privado,
algo que no se tiene que entender hasta después. Es como si pasase por delante de la fiesta
un cortejo fúnebre con músicos de New Orleans haciendo su comedia.

La Princesa representa. Posee argumentos flexibles, el primero de ellos reposa en sus ojos tristes
como lienzos pintados de infinito. En su cabello, un molde curvilíneo, una necesidad de simetría incompleta,
el bucle leonado que mejora sus expectativas y se otorga un destino caprichoso. Cuando su discurso
toma vuelo y estructura, el reino se levanta, renace el fénix, fingen los dragones su extinción premeditada.
Los caballeros compiten por un beso, arrogantes y dispuestos. Afinan su lira los poetas para ponerle nombre
a la hermosura antes de que se rinda a su genealogía rítmica. Los poetas abordan un problema tras otro,
un poema tras otro, sin compasión; fingen un amor de vacaciones, dibujan un amor para turistas,
un puente sobre el Sena. De nuevo una trompeta se confabula con el arte en la base del éxito.
Están los versos que no saben nadar, los que simulan estilo con indiferencia o yerran a propósito,
los que se hunden hasta el fondo de la vida. Y la Princesa investiga una rima que ha escuchado por casualidad
en el jardín secreto de palacio, donde se agranda el laberinto y los setos tienen forma de mazapán. La rima
causa enojo, malhablada, es el nuevo canto que sustituye al himno y lo supera en armonía y sentido.
Oh, nota contemplativa, filtrada entre los sauces y las pérgolas, al arrullo de los rayos sumarios del estío,
sujeta a la ondulada superficie del estanque, en las alas viajeras de una mariposa sostenida en vilo por la bruma.

Azealia fuma y se resiste a claudicar, no da su brazo a torcer frente los patriarcas que aquí son ávidos ladrones.
De su boca no salen promesas ni sus ojos conceden esperanza. Nadie va a quitarle su amor, nadie va a restar
un ápice de poesía a su balada que fluye como el ansia, demasiado pendiente de su alquimia. Ella que ha besado
tanto y ha soñado con mares interiores y delfines probables, no concibe otra suerte que la del trabajo
ni acepta otra política que la de su conciencia. Quien vaya a criticarla ha de saber que aspira al desarraigo
y se juega el espacio y la materia: puede caer en el olvido. Porque ella, que produce una góndola de llanto,
divaga por un tramo aéreo solo a la vista de las Musas, no rinde cuentas sino ante la divina potestad de ser.









Aquella tarde amarga que derramaba el cielo,
ella desvanecida sobre su piel de rosa,
no era la noche oscura más negra que su pelo
ni era la luz del alba más hermosa.

Su corazón latía de sangre a borbotones,
sus labios se bebían la tinta del ocaso
y el brillo de sus ojos rompía corazones
y desarmaba estrellas a su paso.

Los árboles guardaban un silencio piadoso,
el viento se domaba, el río iba despacio
y la tierra giraba como un cuerpo en reposo
que estuviera perdido en el espacio.

Las nubes se apuraban al pie del horizonte,
el aire transparente de noche se vestía
el zorro vigilaba la soledad del monte,
mientras la sombra tímida crecía.

Ella restablecida sobre su piel de plata,
bebiéndose una lluvia de sol ensangrentado,
los labios encendidos donde la luz los ata
y el deseo palpita desatado.

Aquella tarde el tiempo de pronto se detuvo,
las manos se alargaron, se encogieron las flores,
y pasaron los años, y entre todos no hubo
un minuto sin luces de colores.

La princesa ascendía por un cálido sueño,
en las alas del eco, hacia el cielo infinito,
los versos resonaban en su alma, sin dueño,
libres como un final jamás escrito.

Su piel de rosa oscura, luminosa, argentina,
rebosante hasta el pecho de rosado perfume,
plena desde la frente, donde la flor culmina,
a la planta lunar que la resume.

Los ojos atrapados en celdas de castigo
por no haber admirado la luz de la mañana,
absortos en la suya, poético testigo,
más limpia que la otra y más humana.

Y así, cuando llegaron los primeros destellos,
la primera visión radiante de la luna,
lucieron como estrellas del cielo sus cabellos
y su alma brilló como ninguna.

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