domingo, 25 de diciembre de 2011

hcc


I

En la teletienda de la navidad,
un millón de enanos fabrica barbas blancas.

En el centro comercial,
el hombre del centro comercial se siente como en casa.
Se reconoce en el jersey ceñido del tipo que hace cola junto a él,
y en su compra.
Es el hospitalario colorido, las marcas y sus precios,
el mundo en oferta.

El hombre del centro comercial
se desplaza en un vehículo tremebundo
-ese tremendo bólido de sus entretelas-,
sin pisar las calles ateridas donde se muere el aliento
y aúllan los perros su malestar congénito.

Compra con seriedad, serio como una apoplejía,
desafiante,
pero se da el gusto de comprar alguna bagatela para el coche.

Se administra admirablemente,
que a él no se la dan,
que tiene su cultura.

Fuera, comienza a nevar.


II

El hombre del centro comercial
no vota en las elecciones generales
(que sabe de política).

Acude al prestamista para adquirir una tanqueta posmoderna
desde la que combatir a sus semejantes.

Prefiere Ikea porque no le importa infravalorar su fuerza de trabajo
(es un dumping social de sí mismo)
y desconoce el significado de la palabra empatía;
todo sea por el airbag intravenoso,
el GPS de Pulgarcito.

Un día aciago,
no compró.
Paseaba en chancletas por las galerías
como un velocirráptor jubilado,
escupiendo pobreza.

Afuera, los rayos del sol pasaban de cero a cien en un nanosegundo.

sábado, 17 de diciembre de 2011

introducción a la misión del arte (soneto final)


El arte es una infancia en el destierro,
es una patria sórdida que exilia
en otra soledad y otra familia,
y solo en calidad de testaferro.

El arte es ser tratado como un perro
y no morder la mano que te auxilia.
El arte es una fobia y una filia,
es un renacimiento y un entierro.

El arte es proclamar lo nunca dicho
y hacerlo desde el púlpito del nicho,
no desde la peana giratoria.

Y, cuando el corazón quema sus naves,
el arte es recordar lo que no sabes
y olvidar lo que sabes de memoria.

martes, 13 de diciembre de 2011

a través de su intacto proceder

liliana ang, la lectura, acuarela sobre papel, 2010



Rama lee y resulta grácil en el acto,
como si hubiera crecido con un libro entre las manos.
Ella, elástica, puede apaciguarse lentamente,
visitar la quietud.

Lee y resulta romántica, un libro cualquiera;
pero no es un libro cualquiera, es su obra maestra.
Sujeta el tosco volumen -tosco ha de ser-
con los dedos flexibles emancipados del hueso.
Algo encorvada -¿tal vez bajo el peso de los siglos?-,
diseñada al viento la modélica espalda,
sus labios besuquean una lágrima virgen,
su mirada textual se arroja al pozo de la página siguiente.

El escritor se acerca, echa un vistazo a la cubierta y piensa:
está hojeando un libro de autoayuda,
pues así la sitúa en las antípodas del arte;
otra persona llega a su lado y avizora que Rama está leyendo a Thomas Mann.
Cada nuevo avistamiento descubre un título diferente,
unos ojos de según qué color.

Ella lee y resulta atractiva, líquida, como debajo del agua,
que sorbe las palabras con proceder intacto
y su cabello vuela en varias direcciones.

Rama se sabe el libro de memoria.
Podría recitar el capítulo tercero sin omitir un solo desenlace.
Rama no lee esas frases construidas a golpe de talento excepcional,
esos muros patrióticos o párrafos levantados en vilo por el estro,
inventa una novela rápida entre las líneas de la página en blanco.

sábado, 3 de diciembre de 2011

un poema de Ramón Ataz


MUJER SOBRE UNA ROCA


En la tierra crecen montes como piernas dobladas.
Un suave sudario cosido con seda,
cubre a la pendiente que siente subir
por su piel hileras de erizos enfermos.

Detrás de algún árbol, una masa vítrea
refracta la luz
-metida a codazos entre la negrura-
lacia y sin memoria,
proyectada a ráfagas por un cielo opaco
incapaz, no obstante,
de ocultarse entero.

Si cupieran allí los ojos de los hombres,
si hallaran un hueco los de las mujeres,
si serpentearan sendas practicables
hasta el núcleo mismo de aquel laberinto,
podrían descubrirla
por fin, recostada
sobre alguna roca,
casual, cambiante,
arropando en su cuerpo al musgo que duerme
por una noche, cálido.


Ramón Ataz

jueves, 1 de diciembre de 2011

los huesos nuestros

Aquel muchacho de cincuenta años
desconocía la escritura límpida (u olímpica) de los ganadores:
no había hecho los deberes.

Su casta pertenecía a lo epidérmico,
pero su novela era hueso duro de roer.
Su panfleto era hueso de la fosa,
rodeado de ancianos vacilantes, sobrecogidos ellos,
moviéndose como bebés a cámara lenta,
sujetos a ese torvo principio de incertidumbre, con esa conmovedora eficacia.

Aquel muchacho negro y cincuentón perdía hueso por la mañana
y lo recuperaba por la noche;
sacaba la bandera roja de debajo de la alfombra
y, entonces, sus manos escarbaban el parqué
y los muertos de siempre rugían desde el fondo de sus corazones.

Sacaba el hueso, y la cartera vacía, y una llave de la casa derribada.
Luego, escribía un blues
que no podía ser perfecto,
que no podía ser una escritura limpia,
sino que ya mordía el polvo y ya se recocía en pucheros de sangre.

Aquel esclavo de cuántas primaveras era uno de los nuestros,
Nada atildado, con su sensibilidad tercermundista,
con su destreza para sentirse fuera de lugar y su lenguaje rijoso.
Un desgraciado que no sabía estar ni entre su propia cochambre.

Porque su forma era la del hueso perruno y su sabor el del hueso de la olla,
Porque su verso describía fábricas y misteriosos jardines
y las protagonistas de sus cuentos salían de trabajar a las ocho de la tarde.

Nosotros somos así. Venimos de un espejismo.

Disparen a la fosa, allí, en la oscuridad, estamos a salvo,
rodeados de ancianos temblorosos,
y de los huesos nuestros.






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