domingo, 25 de noviembre de 2012

atolladero


A la poeta en declive le da por el folclor.
Ella, que fuera musa de los verbos transitivos,
se amodorra en la falsa realidad de la espuma
y comparte al extremo sus emociones primarias.

La observamos caer;
analizamos su desconcierto,
la plástica tozudez que acompaña sus errores de libro,
la cuestión inmediata que suscita su premeditada falta de reflejos.

Sus temas eran sexo y fueron humillándose,
capitulando, hasta llegar al clímax de la función inane
ante la imperturbable solidez de la física.

No la sacamos del atolladero,
ella es famosa y alcanzará un parnaso,
medrará aún, si es preciso, entre loas de antología,
y obtendrá -inmensamente- su minuto de gloria digital.

Abandonada en fila india por las Náyades,
prima en su verso la verdad fingida, fusilada del arte;
su tragedia no sangra y es espectáculo para todos los públicos.

A la que fue poeta la vemos derrumbarse sobre un charco de ausencia,
medir el suelo con su metro alejandrino.

No la compadecemos ni por devota costumbre,
siquiera la esperamos en el árido fondo
que no tiene que ver con los antros de moda.

Nos fascina, no obstante, la fundada nostalgia que acredita su acento,
como si no supiera mantenerse en absoluto reposo.

hiperrealidad


En el restaurante chino,
la menuda camarera es consciente de la hegemonía de su país;
en verano se pone unas faldas cortas medio japonesas que le sientan muy bien
y lleva suelto el pelo admirablemente liso.
Es tímida y amable,
pero suele tratar a los hombres con la altivez de un rascacielos de Shanghái.

Un poco fuera de lugar en la singladura cotidiana,
se merece un sueño radical
que ahuyente de su lado los fantasmas de la melancolía
y libere su potencial de colorido y júbilo.

Resulta imperativo fijar una realidad más actual, más nítida y equitativa para ella.

¿Onda, partícula?

En concreto:
con su cutis imposible, su nariz diminuta y sus ojos agudos,
en un instituto de Beverly Hills
(el uniforme de animadora es opcional),
rodeada de jóvenes modernos.

¡Cuánto mejor actúa la justicia poética!

Y ese universo es factible.
Sólo hace falta romper el infinito.

jueves, 8 de noviembre de 2012

that's all folks!


Trabaja en el paseo como antes en la fábrica,
concienzudamente, avanza por su trecho de todas las mañanas
-el mismo recorrido, el padrenuestro del paro-
inventando palabras peligrosas
(las piedras del camino escriben un poema en su memoria).

Por las tardes, no juega la partida ni enciende las cuarenta pulgadas del salón,
escucha mucho rap y mucho soul,
se fuma unos canutos y entiende lo que pasa;
pero le da igual.

De noche las noticias y el agorero pronóstico del clima,
la peli o lo que sea, los anuncios de coches, tan extraños.

Luego se duerme pensando en los eones de Penrose.

Se ha convertido en un hombre solitario, de los que siempre se mueven en la foto,
y en un obrero atípico, que sigue construyendo su conciencia.
Su análisis es claro: no hay remedio.
La superabundancia de leyes se define como inmadurez.
Los energúmenos continúan en la cima del mundo.

Desoye las consignas que las ondas trasladan a su hogar
y se adentra en el Submundo de DeLillo.
Pan y literatura, fuera cotizaciones bursátiles.

De pie, junto a la máquina, exhibía su arista poderosa
a la vez que pasaba desapercibido entre montañas de sudor.
Ahora, en el sofá, sólo cabe la pose intelectual,
el aire de saber lo que se hace.

Su modelo sugiere una realidad terrible
y ninguna observación es capaz de refutarlo: lo que predice, ocurre.
Ocurren las mañanas, las tardes y las noches;
pero a quién le importa.




longevidad


El árbol tiende a la longevidad
(con permiso del fuego y los ingenieros de caminos).

Encaramado a su zona verde,
testigo involuntario de la monotonía,
se concentra en absorber las clandestinas aguas del subsuelo,
en atrapar al vuelo los rayos epilépticos del sol.

Sufre de insomnio, que es un mal común en la naturaleza,
y dedica las noches a tallarse los nombres que murmura el silencio.

Chapurrea el idioma de los seres humanos,
pero apenas lo emplea, porque, para el insulto, prefiere el suyo, más innovador.

El árbol sabe que es un escondite y una sombra, una mesa y un picnic,
y también que es ceniza de libro o de madera.

No es cristiano: ni le gusta que los niños se le acerquen
ni muestra interés alguno en conocer a su padre;
él es padre -es su cultura- y su familia es ancha como el bosque.

Tiene una amiga (¡hola Árbol!) que le acaricia el tronco
y no se cuelga de sus ramas bajas,
una muchacha de cabello sangrante y movimiento rápido: 
- Hoy, Ninguna Rosa me ha presentado al Ciprés.   
- Pequeña estúpida..., guárdate del Ciprés, es un centinela.

Para el árbol, el espacio y el tiempo convergen en un círculo,
un cubo de agua es un milagro, el mar, una leyenda mineral.

Basa su percepción en la humedad y la luz, el calor le embota los sentidos.
A sus ojos, la gente fluye en un río de sangre.

Para el árbol, el hombre es una bestia atormentada; dios, un pájaro muerto.

sábado, 3 de noviembre de 2012

rama (es)


Siempre igual, pero falta en el cuadro la muchacha sin flor.

No podía salir favorecida...

Sin embargo, su sombra se filtra entre las estrofas permeables
y hace frente a la bestia armada de corolas y pistilos.

Es bella.
No está.
Su ausencia se derrama en una senda estética.
Nos redime, lucha por nosotros desde sus pies de arcángel.

Ella, que abrazaría árboles con un poco de vientre
-que narcotiza nubes con un leve suspiro-,
sería una princesa coronada de espinas.
Nos aconsejaría su paciencia.
De manera imprudente, alzaría un espacio para nuestra palabra.
Si estuviera.

El dinosaurio esgrime el peso de la edad,
una edad monstruosa que se cuenta por eclipses y diluvios,
contra la oscura doncella
(no se para en minucias procesales; sabe dañar sin sangre).

Rama -su bello nombre artístico- se pierde en el regreso.

Siempre igual, perdida en un espejo de quinientas páginas
con un rayo de luz en la mirada.

viernes, 2 de noviembre de 2012

montaña


Ella subió a la montaña.
Ella miró a lo lejos.
Ella vio la ciudad.

La ciudad se extendía como una mancha oscura a los pies del vértigo.
Soweto, con su millón de almas,
parecía amarilla y era color orgullo;
ella vio los neumáticos ardiendo en los callejones.

Dirigió la vista entonces a la gruesa favela
y los niños que jugaban dejaron el balón
para empuñar sus armas automáticas, soldados de fortuna.

Otra vez, a su espalda, estaba la ciudad abierta,
Roma sin luz, entregada a su enfermo Vaticano,
Madrid asolado y frío,
azul, pero en un cielo aparte.

Ella subió a lo lejos.
Ella miró a la montaña.
Ella vio la ciudad bajo la luna,
el gran cañón, alto como un derrocadero,
como un acantilado con sus quinientos metros libres de caída al mar.

La ciudad palpitaba en su memoria:
Nueva York acelerando debajo de sí misma, muriendo en Central Park.

En todas partes, el género humano sobreviviendo a su apatía.
Hace un millón de años
o más tiempo.

Ahora y siempre, ella en la montaña.
De nuevo,
en un extraño fondo, qué ciudad.





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