sábado, 29 de diciembre de 2012

el árbol


Hablabas de fusión y un pequeño desierto se fraguaba alrededor de tu sonrisa.
Empezaste a beber, acorralada por el bourbon,
cuando la nostalgia dibujaba parásitos en el suelo de mármol
y las ventanas del gueto organizaban visitas por cien euros latinos
para verse desnudas a través de tu miseria.

Aprendiste a cazar pájaros a la luz de la luna
con tus armas de invierno. Comértelos era una bendición,
aunque en ellos permaneciera como un sabor de brújula, un regusto hacia el sur
que te hacía evocar el tiempo de las televisiones.

Así, te escondías de los magos perversos y de sus arsenales.
Hablabas de amor y el desierto te cubría de mugre con un deslizamiento errático.
Pies de plomo, y el oído pendiente del chasquido solar
que anunciaba el combate, una luz en absoluto redentora.

Bebías y bebías el agua embriagadora de los místicos,
reconocías a dios por su dentadura mellada y su altura perfecta
y rezabas un padrenuestro solo tuyo.

Aquella tarde amaneció temprano:
un ángel se posó sobre tu árbol de humo.

viernes, 28 de diciembre de 2012

2km


A dos kilómetros de la fábrica, un hombre se desmaya acariciando el polvo;
dos jóvenes obreros que tienen prohibido ser humanos pasan a su lado
sin apartar la vista.

Las máquinas producen música celestial,
el humo de las chimeneas es más puro que el aire.

A dos metros del infierno, todo parece raro, demasiado silencio:
no hay respiración
que celebre el hedor invencible de la química.

La carretera apesta a gasolina y esperma.
Siempre es de día para el trabajo, una mañana luminosa y eterna.

Los niños nacen pese al hacinamiento de los bloques,
callan para escuchar el llanto de sus padres,
crecen como la hierba que desbarata la noche, aprenden
a tributar al cielo oraciones bastardas.

¿Cuándo fue que cesaron las contradicciones
y el hombre de negocios reanudó su marcha triunfal entre ruido de sables?

Oh, y cómo abundan los pájaros huérfanos de luna
-pardas legiones que invaden los tejados-
ahora que nadie mira hacia la altura con los ojos brillantes.

Ahora que el asfalto ha llegado a roer el pie de la montaña.






lunes, 24 de diciembre de 2012

entre la espuma verde


Por inacción del alma, equivoqué tu boca,
y erré también la mía por mediación del rayo;
a veces, todo el cielo se equivoca,
toda la luz comete el mismo fallo.

A veces, los caminos se tornan inseguros,
no conducen a Roma ni en Roma se terminan,
de pronto, comparecen más oscuros,
súbitamente asaltan y asesinan.

La culpa es del espacio, que no sabe abrazarte,
del aire, que no puede rozarte ni envolverte
sin resultar herido en cualquier parte,
herido de misterio hasta la muerte.

De pronto, la figura del tiempo se eterniza
dinamitando el verbo que te procuro alto,
tiempo de dinamita y de ceniza
que esparce mi canción por el asfalto.

La culpa es de mi pluma, que te ha perdido el norte,
que te ha perdido el rastro entre la espuma verde,
que no te hace la corte,
que no te hace la corte y que te pierde.

domingo, 9 de diciembre de 2012

poesía pura (y III)


La mujer, tan joven, aduce su impalpable cutis de medianoche y seda,
pone sobre el tapete su hermosura de nácar, su oblicua vaguedad,
e invita -pulcra, devota- a las serenas entidades del bosque
a su mansión tachonada de puntos celestiales.

La mujer, casi una niña, casi una palabra impronunciable, casi un verso,
besa y palidece, besa y manda, besa y raya en lo inasible, lo mundano,
pero no se enturbia un ápice, no fracasa nunca
en su obscena tarea, sórdida y cruel, tan dulce a los ojos de los hombres.

Es un Hada vestida de rojo, desnuda entre sus medias de cristal,
desde la convicción al misticismo, de la viva diadema al tibio empeine.
Tropieza en una nota y la música se expande, vigorosa y solemne,
le maquilla los ojos, dibuja una sonrisa cómplice en su rostro.
Música para cubrir etapas sin gloria, música para marcar el paso
con ímpetu mercenario, dejando atrás toda una nación,
todo el espíritu y un pedazo enmarcado del alma,
vestigio de aquel antiguo estado de las cosas comunes.

Puñales que rasgan, dagas que ofenden, armas que vulneran ,
hongos que envenenan lentamente, filtros diseñados por alquimistas necios,
midas arcanos, magos de tierra adentro;
el huso de la rueca que atraviesa sin querer la carne,
la manzana de nieve amarga, la manzana prohibida,
primordial, roja como un vestido de noche, como una estrella de navidad.

Del desencanto al éxito rotundo, una avalancha de consecuciones.
Rozando la estética del triunfo, sin vergüenza, sin dar la espalda
al gentío que ovaciona la apoteosis, el encanto visceral
que no halla su remedo, sin remedio ni aspereza.
Una suavidad extraordinaria que acaricia la mirada, que hace temblar los ojos
con su acento extranjero, su clase interesante, su imprudencia.

Hay un engaño que perdura por los siglos, un drama al que sucumben
los gentiles dueños de sí mismos, cualquiera que sea su procedencia,
raza, edad, sexo, destreza, cualesquiera que sean sus talentos y oficios.
Una trampa maestra, meticulosamente
preparada por seres tan metódicos y cuidadosos.
Un agujero exacto en medio del camino que lleva a la casa del padre,
con la profundidad completa imprescindible, hecho de rabia,
desenterrado de una vez por todas o lleno de cadáveres con cara de miedo.

Van cayendo los días y los viejos relámpagos esperan el momento caótico
para caer de golpe y hacer más daño, para caer con un peso excesivo,
aéreo, monumental, y hacer más sangre, para herir con mayor arrebato,
con mejor traza de continuidad, para perjudicar de forma más indigna
así como de modo más sutil y confiscar a más altura la nobleza de la justa,
para enlodar el aspecto menos grave de la complejidad.

Contaminadas las esferas, ayer ecuánimes en su belleza,
puesta en cuarentena y duda su perfección apócrifa y universal,
atacada su reputación por una horda de injuriosos clérigos,
borrados sus planes de la faz del mundo, la princesa contempla
la destrucción de una era, el salto de una época a otra,
la caída del imperio romántico, el descalabro de una heroica tradición.

Rítmica, melodiosa, la lluvia cabe en un caldero abandonado,
tamborilea su presencia acústica, plasma su húmeda violencia.
La sociedad del musgo se deprime con la eclosión de los primeros tallos.
Una flor canta victoria al mando de su voz apolínea
y procede a desenmascarar un puñado de sombras.

La princesa persiste en demostrar su poder, su aptitud concreta,
su instrucción esmerada y sin disciplinar, su fuerza cultivada y nada errónea.
Crea un rayo pequeño y verde que fulmina pueblos de juguete,
abrasa lívidas maquetas de oro, derrumba casas de muñecas,
anima y dota de una vida discreta a sus leales osos de peluche.

Más tarde, acude a sus espejos y pregunta; 
de nuevo más ingenua, se pregunta por el fin del laberinto, 
el tamaño del trono,
la positiva forma de la verdadera libertad.

viernes, 7 de diciembre de 2012

poesía pura (II)


¿De qué forma?, ¿cómo es el frío cuando el día es más largo que su tiempo?

Los ancianos sostienen que el hambre tiene forma de canción
y que la sed, en cambio, es un silencio que rompe la piel de los espejos.
Y los sabios les niegan el saludo.

Las campanas no suenan y evocan un pasado irritante
a fuer de condenadas al oprobio del vacío -de peso
y de temperamento-, obligadas al tedio de la provocación.

Hace frío. La tarde surte un lienzo que renueva sus escaparates:
novedades. Novedades aparte, la tarde vuelve a gritar de espanto,
como cada día. Los niños regresan a sus tornos, despiertos y, al final,
voluntariosos, golosos de una suerte de inherencia mítica.

Nadie es superior al vértigo. Círculos concéntricos sobre el plano,
es todo lo que resta tras el impacto. Un centro de gravedad, un remolino
que voltea su tronco, vira su bandera de colores ocultos,
se revuelca en su propia satisfacción incómoda.

Da comienzo el ballet en la tarima polvorienta ,
el escenario ambiguo de una superproducción natural.
La montaña gotea su ambición artística, se relame los hielos como una nodriza,
brinca demasiado rápido para la niebla.

Sin espectadores, una cabaña explota en medio de la ventisca.
Los árboles caen desorbitados con un seísmo que sacude las madrigueras,
rebotan en la tierra sin hacer ruido, representando su papel de mártires.

Existe una maldad innovadora en cada matorral atormentado,
presa en su cárcel de inquina, esclava de su odio a la ciudad perfecta
tan orgullosa de sus adoquines, de sus larvas de asfalto 
y de sus edificios permanentes.

Las ciudades prometen algo que no está en su mano poderosa,
que excede su capacidad de sufrimiento.
El campo, sin embargo, jura en falso por culpa de su nervio,
pero no defrauda las expectativas de su fauna protegida,
ni incumple su palabra enfangada en el azar.
La diferencia empieza por arriba, por el cielo difuso y el cielo artesanal,
el espacio lógico y el demarcado, por el valor y el precio.

Tiembla la oscuridad. Falta de profetas, languidece la noche,
que no se abarca e invade las cavernas.
Fluye la magia como un río intensamente veloz,
negra, plena de sabiduría, poco humana.

La respiración incluye su firmeza. Miles de seres reptan y respiran
levantando oleadas de humo, humaredas gigantes como incendios
tragándose el bosque a bocados enormes.
Un cervatillo corre para salvar su vida: corre. Sus patas nuevas
son frágiles cerillas que arrancan chispas a la roca,
su cara es una fotogénica máscara de horror.

¡Ah!, ¡quién supiera mirar con ojos valientes!
¡Quién pudiera mirar al frente sin encontrar un horizonte de sucesos!
¡Quién pudiera admirarse en el espejo sin escuchar la voz que le describe!

Los hombres han perdido su contacto sagrado y ahora creen en dios
con gran esfuerzo. Nacen con su pecado original, se curan en salud
y van quemando etapas de abyección adulta. Se ganan el desprecio
de la naturaleza, que es torpe e infantil, pero tiene principios.

Mas, cierta creación que no sofoca su frutal aliento
subsiste en el emporio vegetal y en la fragosidad selvática del monte
ocupa su sitial aventajado.

jueves, 6 de diciembre de 2012

poesía pura (I)


Allí donde la nieve edifica su almena
se rompen los caminos en mil pedazos de nube,
gastan las olas su calderilla en un teatro de roca,
los jilgueros se abanican, fáciles, atentos al futuro ajetreado
de las ramas amables que fueran su escondite reciente.

Allí, en lo alto, se revierte la sombra de un compás inédito,
fulgurantes, los árboles hunden sus raíces  en el fango
y lloriquean por el ansia -de antemano perdida-, por el fuego
tan triste del ayer imposible, su gramática parda es un ingenio verde,
estructura, una mota de carne o un grumo sangriento.

En una sola rosa, palidece el invierno, en el recuerdo del color
ahuyenta el viento su perpetua lucha
contra la materia inmóvil, yacente, indestructible,
contra los ojos que escrutan las mil fauces del otoño.
Se dice de la tierra que es una tumba enmascarada;
y las pezuñas escarban sobre tanques de angustia, ruedan
cabezas por el pequeño tobogán que conduce al exilio,
toman sus curvas inocentes a la velocidad continua de la sangre.

Sendas de oro se repliegan sobre sus huellas inclinadas al cielo,
ingresan en un nido despojado de vida,
tímidas, ocultan su nostalgia, su perecedera magia,
vuelven al principio en un instante, necesitadas de alivio.
El águila que fue recorre su estatura en el océano,
aguanta el parloteo de los cómicos,
rinde pleitesía a la deidad corrupta que finge su entusiasmo por la noche,
por el mosaico tachonado de estrellas inconcebibles, hechas de distancia,
llenas de odio como gotas de agua en el desierto.

Nace una invocación al silencio de todos.
Avanzan lentamente las almas de los pájaros muertos en combate,
que son blandas de plumaje neutro, grises como tablas de cartón piedra,
porosas, ágiles. El silencio surge de la soledad del mundo,
soledad única y ajena, ligera, en su cuadrícula escasa de terreno baldío.

Trama sin consecuencias el olvido su depravado alcance,
su enemistad profunda con un latido concreto de pasión.
Allí donde los cauces están secos de palmeras, amanece.
Sale el sol por un resquicio así, por una grieta autónoma,
para gritar calor con voz inmaculada.
Como siempre, el olvido se va
sin hacer las maletas,
sin dirigirle la palabra al mar y sin hacer preguntas a los novios.

A toda prisa, salta la princesa sobre el tacón de aguja.
Ha visto el lucero más hermoso, la sinrazón
que atenaza su reino más allá de los bosques
y ha sonreído por la inercia de un beso apenas calculado
en sus labios abiertos a la ausencia.
Ha leído en los libros la maravillosa historia de su estirpe laureada,
coronada en un palacio artúrico, así nombrada por la espada del arte,
ascendida, no ultrajada, épica raza de titanes y musas.

Lágrimas que vigilan sobre la línea de los ojos,
centinelas armados con infalibles ballestas
que disparan lunares y saetas blancas.
Las trampas del pasado buscan un perfil distinto para su aleteo,
indiscretas, recuerdan el suceso inesperado, aquella lluvia magnífica
que susurraba nombres apretados con insultante elocuencia.

Nada más delicado que su pie de arista frágil,
su pie lujoso y virgen animando un movimiento grato,
un giro potente ilustrado en el baile que enardece a los jóvenes.
Sola, baila con la sombra del atardecer, establece un espacio
para la diversión y la tierna prudencia, para el eterno fruto
de su boca infinita. Sus pasos de tan líquidos, son cortos, milagrosos,
como si procediesen de una breve espera o un leve aturdimiento.

Hoy, como ayer, el cielo se ha poblado de escarpias
que aplasta el viento con su martillo escuálido.
El aire finge tal predisposición al llanto,
que se ahuecan las alas de la nueva tormenta
y resbalan sus garras a la hora
de rasgar la sustancia etérea que envuelve los castillos
en un misterio antiguo y transparente. El abismo se contrae,
como el gran universo que contiene su vientre agradecido,
despidiendo mil ráfagas de feliz espuma, diciendo adiós al horizonte
que gime su verdad azul.

Una franja violeta tras un velo de melancolía.
Renace un alma según la posición del fuego y viene ser tan consecuente,
irreprimiblemente hermosa que ejecuta su danza al margen
de los ojos atónitos que ultrajan la realidad.

Oh, ella, ella sola y distante, melancólica y sola,
detrás de su perfume, de su alegría humilde y su destino,
apoderándose del río que fluye intenso, interior,
que divide los bosques y cuartea los prados con mansa contundencia.

Ella, con un vestido de novia en la mirada esquiva,
libre para vivir la historia,
única para todos, libro abierto,
ángel para los ángeles que habitan en el sueño de las máquinas.

domingo, 25 de noviembre de 2012

atolladero


A la poeta en declive le da por el folclor.
Ella, que fuera musa de los verbos transitivos,
se amodorra en la falsa realidad de la espuma
y comparte al extremo sus emociones primarias.

La observamos caer;
analizamos su desconcierto,
la plástica tozudez que acompaña sus errores de libro,
la cuestión inmediata que suscita su premeditada falta de reflejos.

Sus temas eran sexo y fueron humillándose,
capitulando, hasta llegar al clímax de la función inane
ante la imperturbable solidez de la física.

No la sacamos del atolladero,
ella es famosa y alcanzará un parnaso,
medrará aún, si es preciso, entre loas de antología,
y obtendrá -inmensamente- su minuto de gloria digital.

Abandonada en fila india por las Náyades,
prima en su verso la verdad fingida, fusilada del arte;
su tragedia no sangra y es espectáculo para todos los públicos.

A la que fue poeta la vemos derrumbarse sobre un charco de ausencia,
medir el suelo con su metro alejandrino.

No la compadecemos ni por devota costumbre,
siquiera la esperamos en el árido fondo
que no tiene que ver con los antros de moda.

Nos fascina, no obstante, la fundada nostalgia que acredita su acento,
como si no supiera mantenerse en absoluto reposo.

hiperrealidad


En el restaurante chino,
la menuda camarera es consciente de la hegemonía de su país;
en verano se pone unas faldas cortas medio japonesas que le sientan muy bien
y lleva suelto el pelo admirablemente liso.
Es tímida y amable,
pero suele tratar a los hombres con la altivez de un rascacielos de Shanghái.

Un poco fuera de lugar en la singladura cotidiana,
se merece un sueño radical
que ahuyente de su lado los fantasmas de la melancolía
y libere su potencial de colorido y júbilo.

Resulta imperativo fijar una realidad más actual, más nítida y equitativa para ella.

¿Onda, partícula?

En concreto:
con su cutis imposible, su nariz diminuta y sus ojos agudos,
en un instituto de Beverly Hills
(el uniforme de animadora es opcional),
rodeada de jóvenes modernos.

¡Cuánto mejor actúa la justicia poética!

Y ese universo es factible.
Sólo hace falta romper el infinito.

jueves, 8 de noviembre de 2012

that's all folks!


Trabaja en el paseo como antes en la fábrica,
concienzudamente, avanza por su trecho de todas las mañanas
-el mismo recorrido, el padrenuestro del paro-
inventando palabras peligrosas
(las piedras del camino escriben un poema en su memoria).

Por las tardes, no juega la partida ni enciende las cuarenta pulgadas del salón,
escucha mucho rap y mucho soul,
se fuma unos canutos y entiende lo que pasa;
pero le da igual.

De noche las noticias y el agorero pronóstico del clima,
la peli o lo que sea, los anuncios de coches, tan extraños.

Luego se duerme pensando en los eones de Penrose.

Se ha convertido en un hombre solitario, de los que siempre se mueven en la foto,
y en un obrero atípico, que sigue construyendo su conciencia.
Su análisis es claro: no hay remedio.
La superabundancia de leyes se define como inmadurez.
Los energúmenos continúan en la cima del mundo.

Desoye las consignas que las ondas trasladan a su hogar
y se adentra en el Submundo de DeLillo.
Pan y literatura, fuera cotizaciones bursátiles.

De pie, junto a la máquina, exhibía su arista poderosa
a la vez que pasaba desapercibido entre montañas de sudor.
Ahora, en el sofá, sólo cabe la pose intelectual,
el aire de saber lo que se hace.

Su modelo sugiere una realidad terrible
y ninguna observación es capaz de refutarlo: lo que predice, ocurre.
Ocurren las mañanas, las tardes y las noches;
pero a quién le importa.




longevidad


El árbol tiende a la longevidad
(con permiso del fuego y los ingenieros de caminos).

Encaramado a su zona verde,
testigo involuntario de la monotonía,
se concentra en absorber las clandestinas aguas del subsuelo,
en atrapar al vuelo los rayos epilépticos del sol.

Sufre de insomnio, que es un mal común en la naturaleza,
y dedica las noches a tallarse los nombres que murmura el silencio.

Chapurrea el idioma de los seres humanos,
pero apenas lo emplea, porque, para el insulto, prefiere el suyo, más innovador.

El árbol sabe que es un escondite y una sombra, una mesa y un picnic,
y también que es ceniza de libro o de madera.

No es cristiano: ni le gusta que los niños se le acerquen
ni muestra interés alguno en conocer a su padre;
él es padre -es su cultura- y su familia es ancha como el bosque.

Tiene una amiga (¡hola Árbol!) que le acaricia el tronco
y no se cuelga de sus ramas bajas,
una muchacha de cabello sangrante y movimiento rápido: 
- Hoy, Ninguna Rosa me ha presentado al Ciprés.   
- Pequeña estúpida..., guárdate del Ciprés, es un centinela.

Para el árbol, el espacio y el tiempo convergen en un círculo,
un cubo de agua es un milagro, el mar, una leyenda mineral.

Basa su percepción en la humedad y la luz, el calor le embota los sentidos.
A sus ojos, la gente fluye en un río de sangre.

Para el árbol, el hombre es una bestia atormentada; dios, un pájaro muerto.

sábado, 3 de noviembre de 2012

rama (es)


Siempre igual, pero falta en el cuadro la muchacha sin flor.

No podía salir favorecida...

Sin embargo, su sombra se filtra entre las estrofas permeables
y hace frente a la bestia armada de corolas y pistilos.

Es bella.
No está.
Su ausencia se derrama en una senda estética.
Nos redime, lucha por nosotros desde sus pies de arcángel.

Ella, que abrazaría árboles con un poco de vientre
-que narcotiza nubes con un leve suspiro-,
sería una princesa coronada de espinas.
Nos aconsejaría su paciencia.
De manera imprudente, alzaría un espacio para nuestra palabra.
Si estuviera.

El dinosaurio esgrime el peso de la edad,
una edad monstruosa que se cuenta por eclipses y diluvios,
contra la oscura doncella
(no se para en minucias procesales; sabe dañar sin sangre).

Rama -su bello nombre artístico- se pierde en el regreso.

Siempre igual, perdida en un espejo de quinientas páginas
con un rayo de luz en la mirada.

viernes, 2 de noviembre de 2012

montaña


Ella subió a la montaña.
Ella miró a lo lejos.
Ella vio la ciudad.

La ciudad se extendía como una mancha oscura a los pies del vértigo.
Soweto, con su millón de almas,
parecía amarilla y era color orgullo;
ella vio los neumáticos ardiendo en los callejones.

Dirigió la vista entonces a la gruesa favela
y los niños que jugaban dejaron el balón
para empuñar sus armas automáticas, soldados de fortuna.

Otra vez, a su espalda, estaba la ciudad abierta,
Roma sin luz, entregada a su enfermo Vaticano,
Madrid asolado y frío,
azul, pero en un cielo aparte.

Ella subió a lo lejos.
Ella miró a la montaña.
Ella vio la ciudad bajo la luna,
el gran cañón, alto como un derrocadero,
como un acantilado con sus quinientos metros libres de caída al mar.

La ciudad palpitaba en su memoria:
Nueva York acelerando debajo de sí misma, muriendo en Central Park.

En todas partes, el género humano sobreviviendo a su apatía.
Hace un millón de años
o más tiempo.

Ahora y siempre, ella en la montaña.
De nuevo,
en un extraño fondo, qué ciudad.





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