sábado, 26 de enero de 2013

sonetos (II)


Hablar de mí, desconocerme un poco,
arriar las velas cuando el mar en calma
y, en plena tempestad, izar el alma
para contradecirme como loco.

Hablar de mi razón, de la que invoco
-¡que alguna vez se llevará la palma!-,
y de la soledad, que no se calma,
y de la sed, que no se va tampoco.

Dudar de mí, saberme, entre millones,
uno contra la forma y muchedumbre.
Aborrecerme acaso. Ni siquiera.

Hablar como un poeta, a trompicones,
en verso, pero en verso que deslumbre.
Decir lo que diría otro cualquiera.

---

Así como la rosa no desea
sino vivir en paz con su hermosura
y en la serenidad de su clausura
tranquila y dulcemente se recrea,

de tanta primavera se rodea
tu corazón, que en flor se transfigura
e ignora si es amar su acción más pura,
enfrascado en su armónica tarea.

¡Oh, intacto palpitar, pulcro latido,
pacífico timbal, sonido exacto!,
¿de cuánto corazón en flor dispones,

si para amar te expones al olvido
y para florecer al duro impacto
de un manojo de tiernos corazones?






Solía la belleza encaminarse,
la piel al jeroglífico peinada,
hacia el desierto de mi nueva ausencia
con suave contoneo clandestino.

Del ocre merodeo de sus ojos
daba noticia el cero del reloj,
el tiempo quedamente inexistente
que succionaba esferas a mi espalda.

Silencio exprés que todo me decía,
que maldecía nauseabundos lapsos
de cruel respiración.

El movimiento conducía hierro,
huesos de hierro, turbios manantiales
de soledad dulcísima.

---

Me muero y se me mueren los poetas
del córpore insepulto y el hallazgo.
Me caigo y se me rompe el maestrazgo,
drenado de venablos y saetas.

Me vuelo y se me vuelan las cometas.
Caído, se me rompe el alma. Yazgo
-al traste el claroscuro mecenazgo-
sobre el tecnicolor de las violetas.

Acerca de esta inmensa artesanía:
¡qué fosas oceánicas engullen
las lágrimas rendidas por mis ojos!

Me hiero y voy sangrando poesía;
mil versos al segundo me rehúyen,
catorce se me abrazan todo rojos.

---  

Rompedme el corazón. Será mi falta.
Tal es mi circunstancia, tal mi anhelo.
Pisadme, que me rompo como el hielo,
que todos pisan fuerte y nadie salta.

Que, roto el corazón, me doy el alta
y vuelvo a mendigar algo de cielo.
Partidme el alma en dos. No me rebelo,
admiro el don furioso que os exalta.

Abridme los costados inocentes
a ciegas y cobardes dentelladas.
La culpa será mía y sólo mía.

Que, rota el alma, o sientes o no sientes,
y yo no siento ya ni las pisadas
ni el crujir de los huesos que sentía.

sábado, 19 de enero de 2013

revolucionaria


Algunos aún acudían a las fábricas,
acudían a las oficinas y a las tiendas con el ánimo austero
de los náufragos para hallarlas inhabitadas, solas,
para hallarse solos de una manera fácil, ordinaria,
sin apelar a la rutina gris del infortunio.

Todavía no habían ofrecido las sirenas su último concierto,
cuando, por pura maldad, grupos salvajes profanaban las tumbas
y asaltaban escuelas estancadas en el máximo silencio
(violentos gangs rociaban de balas los parques infantiles,
donde las alimañas habían instaurado su república golosa).

Un secreto a voces se elevaba insultante sobre las gruesas nubes
que amenazaban con dolorosos partos de nieve;
el frío maquinaba su descenso a la tierra.

Algunas familias aún rezaban unidas bajo la musculatura pétrea de las catedrales,
como si su impulso gótico pudiera ser un arma contra los dragones
que el huracán formaba entre las calles vacías.

El hielo disponía su goteo profético, atisbaba su gloria intolerable.
Gente corriente quemaba neumáticos por las esquinas
y la ceniza impregnaba los besos extraviados de una pátina hostil.

La atmósfera no perdonaba un solo desaliento, se abatía constante,
revolucionaria, doblegando espaldas misericordiosas, brazos honestos,
frentes colmadas de una remota ingenuidad.

Solemnemente, discurría el tiempo, en bruto,
olvidando propiciar acontecimientos válidos,
silbando su egoísmo taciturno.

Todos tenían hambre. Todos satisfacían un miedo voraz.

Como cascos azules,
todos estaban preparados para instruir la paz con argumentos de hierro.

viernes, 18 de enero de 2013

sonetos (I)


Ciego a tu corazón, a su tamaño
de gigantesca sangre y a su vuelo
-¡oh nave sideral!-, me queda el suelo
para arrastrar por él mi desengaño.

Me falta corazón, y no lo extraño,
por no tener no tengo ni consuelo,
ni sé por qué me bato en tanto duelo
ni a cuántos funerales me acompaño.

Y ciego de raíz, ciego de veras
a lo que nunca fuiste, ¡a lo que fueras!,
llámalo sueño, infierno, paraíso.

Ciego a primera sangre, a simple vista,
completamente ciego -¡dios me asista!-,
me falta el corazón que más te quiso.

--

Más de una vida llevo en la distancia
sideral de ignorarte y no saberte,
sumido en un abismo de ignorancia,
queriéndote y dejando de quererte.

Exiliado y enfermo en esta Francia
de tu inefable ausencia, en esta suerte
de olvido de la grave discrepancia
que mantiene la vida con la muerte.

Más de un siglo los párpados alzados,
derrotados los sueños por el tedio
que sucede al imperio del romance.

Abocado a estos frágiles estados
y estas enfermedades sin remedio
por no saberte fuera de mi alcance.

--

¡Oh, su palabra vuelve a ser de oro!
Su tímida, su eterna -¡su inaudita!-
palabra vuelve a ser agua bendita
para este campo triste que laboro.

¡Cuánto silencio abarca -y qué sonoro-
la curva de sus labios!, ¡infinita!
Su boca, que es más boca cuando grita,
aunque aprieta en silencio más a coro.

Y cómo en su presencia el aire vibra
y se estremece hasta la pura fibra
con la esperanza de estrenar sonido.

¡Ya vuelve la palabra por sus fueros
y son sus arrebatos tan sinceros
como libre su acento estremecido!

--

Fue difícil quererte, lo es ahora.
Ayer por impaciente, hoy por cobarde,
siempre he llegado a tu mirada tarde,
cuando ya solo mira, no valora.

De nuevo, te adivino escrutadora
-si una mañana hacia ninguna tarde-
y el corazón, de tanto amar, me arde
y la llama, de nuevo, no devora.

Fue fácil esperar que me quisieras,
lo es ahora que vivo porque espero
renacer en tus ojos algún día.

Qué difícil quererte... ¡Si supieras
cuánta pena he dejado en el tintero
para llegar a tiempo a tu alegría!

--

La luz se hace al asfalto. Tú me miras
con los mejores ojos de la historia,
ebrios de actividad absolutoria
tras su enjambre de hipnóticas espiras.

Al asalto la luz, altas sus miras,
de tu fecundidad respiratoria,
siquiera alcanza el deje de la gloria
que rebosa del alma que suspiras.

Vertiginosas garzas dieran cielo
al rubor transparente de la aurora,
blancas nubes trenzasen su coraza.

Que apenas tu mirar remonta el vuelo
ninguna maravilla lo mejora,
ninguna acción divina lo amordaza.

lunes, 14 de enero de 2013

nadie vuelve


Nadie regresa, dijo el padre,
y el cadáver putrefacto que parecía escucharle con los ojos abiertos
asintió con un tic impredecible.

Por la calle desierta, pasó un coche a toda velocidad
y el padre le gritó encorajinado: ¡nadie vuelve!

Llegaron ambos jóvenes, sus hijos que lo fueron,
los que ya no lo eran, porque ahora eran extraños e indeterminados,
y ella sonrió con su boca preciosa y él siseó una sola amenaza.

Él los reconoció de inmediato y dijo: no sois vosotros; nadie vuelve.
Y la niña río con las trenzas ambiguas
y el chico enfurruñado arrugó la nariz con ese gesto gracioso.

Entonces, ella sacó una foto y miró fijamente al anciano;
no te has ido, le dijo, y empezó a toser y escupir sangre.

Ahí tienes a tu madre, ya que lo preguntas, le respondió él,
creo que está enferma, aunque ella no te lo dirá.
Y añadió: ¡Ah, si estuvieras aquí!
Pero nadie regresa. Nadie vuelve.

De pronto, el joven sacó una navaja y se acercó al hombre.
La hoja oxidada alcanzó directamente el corazón;
al principio, brotó un delgado hilo color lacre.
No era él, dijo mirando a su hermana.

Y ella dijo: no estamos aquí.

jueves, 10 de enero de 2013

tenacidad


            y sin embargo
            aún
            se fatiga la rosa
                                                                                                                                

De corazón,
se confundió la rosa,
y fue su decepción como una sombra en el portal del cielo.

Gemía, rota, pero estaba en silencio,
ardiendo sola, generosa y libre;
            la rosa que burlaba los océanos y agostaba los vientos
            con su tersa palabra.

(Tenacidad. Define una flor.
Y muéstrala; y dásela a cualquiera que no esté
            ahora o nunca.
Tenacidad es la flor, ahora y siempre.)

No pisaban ya las dulces plantas de sus pies la roca,
que ni las botas militares arrasaban la verde suavidad del prado,
¡ah!, pues no corrían las zapatillas voladoras por el plácido asfalto de la urbe,
ni se arrastraban los enfermos hacia su velatorio.

Un niño que soñaba, soñó que daba un salto y no caía más,
un salto místico y no tocaba el suelo: ya caminaba sobre las aguas.
La ingravidez era otra propiedad humana como la sed y el hambre.
La soledad, una virtud de nombre imaginario.

                

lunes, 7 de enero de 2013

amor más allá del amor


En alguna ciudad tan ultrajada una biblioteca resistió la debacle
y se mantuvo intacta con sus libros de oro acumulando polvo
            (y edad)
            en las vitrinas.

Años después, ella encontró un pequeño abismo y se dejó caer
hasta el ágora, la cámara perfecta e incontaminada.

Tocó el primer libro, que se deshizo entre sus manos tibias.
Abrió el segundo, muy despacio, y leyó este poema:


            Mi corazón ha perforado el vacío,
            tendido al aire como una sábana blanca,
            ondeando como una bandera de rendición.
            Lo has mirado latir desordenadamente
            y has ensayado el rapto ante mis ojos impuros,          
            el ideal de una existencia encadenada al beso
            sepultado en el hueco de tus labios.


Palabras como rayos que abrasaban los ojos,
se arrimaban y producían un calor confortable,
un resquicio de humanidad, un extraño abandono.

Salió de allí con otra carne; el cosquilleo, el flujo, la sonrisa del gato.

La noche, entretanto, había echado raíces en la piedra derribada.
El primer lobo vislumbró el encantamiento y quedó a la espera.
El segundo rindió sus fauces al blando sortilegio. 





sábado, 5 de enero de 2013

paralelismo


Paralelismo
(con Hiroshima vestida de luto).
Ecos de una radiografía general y no solicitada,
esqueletos en pie de guerra, aun de gente pacífica y discreta
ignorante del peso del acero o el retroceso de la pólvora.

Ruinas. Ruinas y un viento corsario, ártico, reinante.
Eclipses duraderos. Noticias a las tres de la mañana.
Frecuencia modulada en blanco y negro.

Locura. Hombres que pierden la cabeza y mujeres insanas,
críos desatendidos que comienzan a saber lo que se hacen.

Juventud. La fuerza de los músculos, la elasticidad de las extremidades,
la falta de pudor, la desesperada ausencia de referentes.
la negación estética que debilita puros ideales.

No se escuchó el estallido; un petardo el día de año nuevo.

Fueron muriendo a sorbos las poblaciones.
La vida y la muerte estrecharon sus manos, se abrazaron con ansia.

El dinero zarpó con rumbo ignoto
mientras la muchedumbre histérica se arrojaba al mar helado.

Los policías fueron los primeros asesinos en serie.
Los cazadores se comieron a sus perros.
Ardieron las banderas. Y las chispas saltaban como estrellas fugaces
arrojadas al vertedero de la historia.

el cuervo


Más tarde, sucedieron los desastres naturales.
Terremotos que dejaron inservible la escala de Richter
sacudieron el armazón de las últimas ciudades en vela,
donde hileras de voraces refugiados disputaban a tremendas fieras
las sobras de la catástrofe.

Por tanto,
aconteció el final de la hermosura con un hondo suspiro de besos atrofiados.
La última princesa reclinó su espléndida figura en un altar de escombros,
los héroes cargaron con sus cruces
y los malvados vieron la luz en un charco de sangre.

Cualquier amanecer tuvo su cuervo, su bestia negra sobre fondo azul,
su antítesis desagradable.

Subió a los cielos la belleza, ascendió en su ataúd, oro y marfil,
vaporosa como una inclinación al tedio, como una discusión finalizada,
y dejó en su lugar una franja de silencio,
un violento deseo de inmovilidad.

La fuerza universal de los acontecimientos volcó sobre el futuro
un número infinito de desgracias.

En todas sus vertientes, el vértigo sustituyó al equilibrio,
colosales caídas hicieron temblar los cimientos de las civilizaciones,
dios abandonó sus diferentes tronos con un rabioso movimiento herético,
rasgó la niebla un vigoroso estruendo y, de la nuda sombra,
surgieron mil volcanes que sepultaron siglos de memoria y arte.

martes, 1 de enero de 2013

evolución


Desaparecieron las familias;
la humanidad se disolvió como un azucarillo en una taza de café humeante.
Una sopa parecida a la sopa primordial, pero formada de hombres,
mujeres y niños, abarrotó las galerías más recónditas
y las cuevas pobladas de animales salvajes.
Desconocidos disputándose migajas y toldos harapientos,
mujeres invisibles consumiendo sus drogas sintéticas,
jóvenes tratando de recordar qué cosa era el deseo, qué la salvación.

Los ancianos perseguían a los niños que, a veces, se dejaban atrapar,
cansados de huir hacia adelante,
que, a veces, cuando nadie les veía, dejaban de mover sus cuerpecillos trágicos:
ya estaban muertos cuando el viento silbaba su canción de cuna.

Nada de vehículos. Tristemente, las aceras eran toda la calle,
las autopistas caminaban de la mano de una frontera imaginaria,
los puentes eran ríos en sí mismos.

(Qué poca luz.) Y desaparecieron las razas
para dar paso a una raza única de noctámbulos,
seres arrebatados a su dulce genética que soñaban con la brisa del mar.

En el pútrido estanque, los peces echaron dientes de leche a la primera ocasión.
Las ratas avanzaban como un ejército, belicosas y compactas,
pero temían por sus crías.

Llovía con frecuencia inusitada, agua caliente que inundaba los ojos,
quemaba en la garganta y provocaba náuseas a la tierra,
que vomitaba hierba azul cobalto.





el escondite


Pero no había árboles donde esconderse,
ni zanjas, ni el cauce de los ríos era un sitio seguro.
Patrullas despiadadas batían el terreno,
famélicos soldados hambrientos como cachorros,
sus miradas repartían torbellinos de azufre.

La soledad había dejado de ser un sitio seguro
(tal vez, con las manos, cavar un hoyo no muy profundo
en la tierra tan seca, y parecerse a la tierra,
tratar de parecerse a los terrones estériles,
tomar el color neutral del suelo, camuflarse, hundirse,
conteniendo el aliento en un rincón del alma).

Pero no había árboles. La hierba era el estiércol, la ceniza
del tiempo, hebras centrales de un pasado remoto
para la luz.

El fuego tardó un instante en encontrar su línea entre dos valles,
luego, extendió su capa tapizando de cuervos el sembrado
mientras el agua pesada fluía fuera de lugar, se infiltraba
en la organización del mundo.

El ruido era el aliado perfecto. Un ruido permanente
que cubría de campanas el horizonte.

Improvisando un orfeón de angustia,
ella lanzó un grito que ascendió como un cohete de pánico;
los perros olfatearon su manera de ser.

Cuando les vimos llegar,
tú te subiste a un árbol. Pero no había árboles donde ocultarse.

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