"El albergue", un cuento de Marco Granado

EL ALBERGUE*



Fulgencio habla y habla. No para de explicar los laboriosos esfuerzos que ha dedicado al albergue, y lo acertado de una inversión como la que propone hacer al posible comprador. Su mujer, Clara, va de acá para allá, transportando sábanas y mantas, regando plantas y ordenándolo todo, pero pendiente del visitante. Nadie la ve hacer un mohín de disgusto cuando éste rechaza la invitación a pasar la noche en la posada, aduciendo una inconcreta cita con familia de Palencia. Quizás el marido se ha excedido en su charla. La mueca se le mantiene sólo un segundo en la cara, y mientras continua trajinando, interrumpe a Fulgencio para pedir al extraño que les hable de sus razones para la compra. No demasiado animado, éste les explica que cuenta con un capital que desea invertir, a ser posible en un negocio que no le exija excesiva dedicación, pues quiere dedicarse a la escritura. La expresión en las caras de los dueños le indica que ha logrado impresionarles; hincha el pecho y deja que una ligera sonrisa de satisfacción sirva de anticipo de las glorias aún por llegar.

No obstante, Lucas, que así se llama el aprendiz de escritor, duda. La oferta le sigue pareciendo interesante. Nadie le espera en ninguna parte, y si puso la excusa fue porque tanta familiaridad despertaba su recelo. Él es hombre urbano, poco o nada acostumbrado a la cercanía de las aldeas. En todo lo demás ha dicho la verdad. Escritor en ciernes, en deseo. Dispuesto a darse un año para acabar la novela que tiene en la cabeza y a la que hasta ahora no ha conseguido dedicar el tiempo suficiente. Porque tiene claro que es cuestión de tiempo y trabajo. Además, le asusta permanecer en la ciudad y agotar sus ahorros en un alquiler ajustado a partir de un sueldo mensual, y más aún teme a las rutinas de las que es prisionero y con las que apenas ha podido escribir unas pocas líneas en el mes largo desde que le pilló el ERE. Necesita un cambio, y lo que le ofrecen se ajusta a sus necesidades, pero una voz en su cabeza le pide prudencia, que algo hay que aún no se ha dicho ni visto. Finge hacer una llamada con su móvil y sonriendo, se planta ante el matrimonio y acepta su hospitalidad. Así tendrán tiempo para hablar de negocios, si es que encuentran algo que negociar.

Fulgencio le lleva a una habitación para que deje sus cosas. Aparenta en la cara los sesenta y pocos que confirman las fechas e historias que cuenta. De andares zambos, producto de los muchos ladrillos cargados en tantas obras en las que ha fraguado su destreza elevando paredes rectas como una vela. Pero ahora son todos tabiques prefabricados. Si hubiera querido, habría seguido como jefe de obra, que de eso sabe. Pero él era hombre de trabajar con las manos, de contacto tranquilo con la masa y las personas. No vale para mandar, y siempre tuvo a gala reconocer sus limitaciones; con lo que no le quedó otra que elegir ser un buen jubilado antes que un mal jefe, le va contando a Lucas según le muestra las estancias. Eso sí, tras hablarlo con su esposa, que es la que más cabeza tiene. Y juntos se volvieron para el pueblo, a montar un albergue, una idea que tenían de tiempo atrás.

- Novedades y rutinas no le van a faltar, de eso puede estar seguro. Todos los días la misma gente, para no tener que hablar si no le apetece, y gente diferente, para escuchar nuevos acentos e historias con las que irse a dormir. Para elegir lo que más le convenga, según tenga el cuerpo.

Al cabo de un rato la casa está vista. La parte dedicada a hospedaje tiene una zona común, con literas y aseos, y tres habitaciones dobles. El piso de arriba está reservado para los dueños. Se la ve puesta con gusto, de manera sencilla, con todo lo necesario para una vida cómoda y espacio suficiente para aquello que al escritor le pueda interesar. Dos enchufes en cada habitación, y una instalación de luz y teléfono nuevecita, que esas las hicieron profesionales y con materiales de calidad. Y barata. Lucas está cada vez más convencido. Es perfecta. Podría venirse a vivir mañana mismo, con sólo traerse el ordenador y la ropa. Además, le sale a cuenta aún con el albergue vacío.
Empiezan a dejarse caer peregrinos. Es un martes de mayo, y en dos horas han llegado casi diez buscando cama. Aún hay sitio para varios más, pero el posible comprador calcula los beneficios potenciales y se le hace la boca agua.

- Siempre vienen por la tarde, mientras hay luz. De noche poca gente se mueve aquí… Pero de eso es mejor no hablar.
- Por qué no hablar, pregunta Lucas para tirarle de la lengua. Los escritores estamos acostumbrados a oír historias. Es más, las buscamos y las inventamos cuando no se nos aparecen. Todo puede contarse, y lo intrigante es germen de buena literatura.
- ¡Cómo se nota que le da usted a las palabras! responde jovial Fulgencio. Escribiendo tan bien como habla no pasará apuros.

Ríe un poco forzado, aunque sin atisbos de malicia, mientras le da una palmada en el hombro y se acerca a saludar a unos peregrinos recién llegados. No se le escapa a Lucas que en la maniobra había tanto de zafarse del tema como de hospitalidad, lo que aviva su interés. Si presumiera que el asunto es de amores o penas, olvidado estaba; pero algo le dice que ese silencio esconde algo más oscuro: ¿algún pleito mal resuelto? ¿o será por temor que venden? No parece el viejo de esos que se asustan con poca cosa, o que creen en supersticiones. Más bien hombre práctico, que hace lo que mejor entiende en cada momento, y una vez decidido algo, sin vuelta atrás. La mujer casi no ha abierto la boca, pero con su silencio marca el paso; para la charla ya está el marido, que si acaso peca de lo contrario. Seguro que de jóvenes él pensó que la había enamorado, y había sido ella la que antes de nada lo escogió para sí. Y si así fue, no hay por qué hablarlo con nadie, que pavonearse sólo alimenta envidias y celos.

Perdido en estas divagaciones, los últimos huéspedes se acomodan para dormir y los dueños le invitan a la planta de arriba. Se sientan en el salón sin haber hablado aún de pagos ni contratos. Pues habrá que decidirse. Si no es él, seguro que viene mañana otro con menos dudas o más olfato para el negocio y se lleva el gato al agua. Aprovechando que la esposa va un momento a preparar la cama del invitado, vuelve a la carga:

- ¿Nadie en el pueblo se ha interesado por la casa?
- Alguno ha habido, sí, pero sin muchas ganas. Aquí la gente ya tiene la vida hecha, y no buscan otras complicaciones. Vinieron de fuera familias que la querían para los fines de semana, cerrando el albergue. Pero eso no nos vale. Tenemos una deuda con el Camino.

Entre sus arrugas asoma de nuevo la misma sonrisa tensa que antes llamó su atención. Agacha la cabeza, temblando. De golpe, parece que le han caído diez años encima. El sorprendido Lucas duda si un abrazo le proporcionará algo de consuelo o le azorará más. Hace un amago inseguro y al final opta por la contención. Baja la voz.

- Fulgencio ¿está bien?
- Sí, sí, responde el hombre moviendo ligeramente la cabeza, reubicándose. Son los recuerdos, que cuanto mejores, más daño hacen. La memoria se te agarra a las tripas, y no se suelta…

Se acerca Clara como quién no quiere la cosa y le coge la mano entre las suyas. Éste dirige una mirada hacia su esposa y se calla, como si hubiera hablado de más. Ella, por su parte, no quita los ojos del extraño y muestra una medio sonrisa que le induce a seguir.

- ¿Es por eso que venden la casa?
- Cuéntaselo, dice ella.
Da la impresión de que Fulgencio se dejaría sacar una muela antes que seguir hablando, pero se vence ante el suave empuje de la mujer. Y el escritor, que huele a tragedia, preferiría que las cosas quedasen como están. Claro que, después de hurgar en la herida, ahora que sangra no hay marcha atrás.

- Me gustaría escuchar su historia.

El hombre cierra los ojos con fuerza, coge aire y arranca. Su esposa le sigue acariciando la mano, con suavidad, al ritmo que siguen las palabras.

- No hay mucho qué contar. Nos casamos mayores, pero no siempre estuvimos solos ¿sabe usted? Teníamos una hija. Veinticinco años como veinticinco soles. No la había más guapa y más alegre. Trabajaba en Burgos, y venía en verano a hacernos compañía y a disfrutar del campo, como ella decía. Una noche volvía andando a casa con una amiga desde el pueblo de al lado…

Las lágrimas que habían empezado a asomar al recordar a su hija recorren ya sus mejillas y estalla en sollozos. Fulgencio, desconsolado, se echa en los brazos de Clara. El oyente, confuso, mira a la mujer, y ella le mantiene la mirada mientras acaba lo que su marido empezó.

- Las encontraron a las dos al amanecer, tiradas en la carretera. No nos dejaron enterrarlas hasta el tercer día para hacerles la autopsia. Total, para nada. Muerte natural, nos dijeron. Va a hacer un año de aquí en un mes.
- Su hija ¿estaba enferma? ¿le pasaba algo?
- Nada absolutamente. Igual que la otra chica, una chiquilla del pueblo con la que siempre andaba. Murieron como muere la gente mayor: se les fue la vida.

Dentro del mal ambiente que se había formado, Lucas suspira para sí, aliviado en parte. Puestos a elegir, y mirando por sus intereses, mejor una desgracia familiar que una banda de delincuentes aficionada a la zona o rencillas entre vecinos que el próximo dueño pudiera heredar de alguna forma. No es ningún pardillo, y se imagina que las autoridades bien podrían haber buscado la forma de ocultarles que la alegría de la hija tan querida y tan buena tenía más que ver con el consumo de ciertas sustancias antes que con su talante natural. Incluso un juez no demasiado riguroso podría hacer la vista gorda si se confirmara como un hecho aislado, sin riesgo de una epidemia de fallecimientos por una partida de droga mal adulterada. ¿Qué se ganaba contando la verdad? Vergüenza para los padres, choques de acusaciones entre las familias respectivas… En una ciudad grande todo se difumina, pero aquí es otro cantar.

- Ahora ya lo sabe, musita el hombre sorbiéndose las lágrimas. Yo me voy a la cama. Mañana si quiere seguimos hablando, pero a mí ya no me aguanta el alma.

El escritor le disculpa comprensivo, intentando dar una nota de calidez a sus palabras. Clara se levanta con su marido, aunque más pendiente del visitante que de éste.

- Yo acompaño a Fulgencio, pero no se acueste aún, por favor. Quedan cosas que contar. Pero antes, aproveche y lea el libro que está en el aparador. Hay una historia muy interesante, donde la página marcada. Usted, que tiene costumbre, se la acaba en un santiamén.

Con una mirada le señala el mueble, y ambos se van despacio. El escritor aguarda de pie a que salgan de la habitación, dándole vueltas a cómo la mujer había buscado una situación que, desde fuera, parecía tan fácil de evitar. El libro parece estar esperándole, rodeado de fotos enmarcadas del matrimonio y su hija. Se fija en la chica. Realmente era muy guapa, y tenía una sonrisa de esas que te hacen sentir bien cuando la contemplas. Coge el tomo, de tapas gastadas: “Caminos de oscuridad a Santiago”, de un tal Humberto Cuixa. Lo abre por el marca páginas, y sus ojos se mueven automáticamente a la parte subrayada. Lee.

Entre las leyendas menos conocidas del Camino Francés, quizás por su curiosa mezcolanza de personajes, está la que, transmitida oralmente por algunos vecinos en la provincia de Burgos, presentamos a continuación, tal y cómo nos ha sido contada.


Hace ya más años de los que la memoria recuerda, vivía un matrimonio que había sido bendecido por el Señor con dos hijas, a las que ambos padres adoraban. Trabajaban en una pequeña granja que les ofrecía lo justo para comer, lo que en esos tiempos tan duros era mucho más de lo que tenía la mayoría. Ambos, y especialmente la mujer, eran buenos cristianos, y particularmente devotos del Apóstol Santiago, cuya tumba ansiaban visitar.


Un invierno especialmente largo y frío, ambas hijas enfermaron. No era uno de esos catarros que se cura con una noche cerca de un fuego y bien cubiertas por las mantas. Sus estertores, repetidos por una y otra niña como ecos que se alimentaban mutuamente, herían los sufrientes oídos de los padres. El mal se prolongó sin pausa, hasta que llegó el momento en que las visitas de curanderas y sacerdotes finalizaban con silencios, cabezas gachas y gestos de resignación, y todos presentían que el final estaba próximo.


Llegado ese punto, la madre, cansada de tantas buenas palabras y pocos hechos, y sabedora del poder curativo de las conchas de peregrinos, acudió a orar a la iglesia, y allí hizo ante Dios la solemne promesa de realizar el Camino hasta la tumba del Santo, para a su vuelta dar de beber a las niñas en la vieira que allí consiguiese, convencida de que así sanarían. Santiago, desde el Cielo, se conmovió ante tal muestra de fe, y juró que se haría tal y como había pedido la mujer. Ésta se despidió de su familia esa misma mañana. Con feliz determinación resistió las quejas y súplicas del marido, a quién las expectativas del milagro no acababan de mitigar el temor al verse abandonado por su esposa y a cargo de dos hijas moribundas, y apenas provista de un trozo de pan y algo de queso para la primera jornada, marchó andando siguiendo el Camino.


Recorrió las primeras etapas en medio de la lluvia y el frío, sobreviviendo como era menester gracias a la buena voluntad de las gentes, que siempre le ofrecían un plato de sopa y un techo para que les contara su pequeña historia. Pero el invierno era duro, y los lobos llevaban tiempo sin una buena presa que saciara su apetito. Un día, varios de estos animales se arrojaron sobre la joven madre con la fiereza que sólo da el hambre. La mujer consiguió repeler su primer ataque con la ayuda de un palo que usaba como bastón, pero en la segunda oleada, uno de los lobos aprovechó un descuido en su guardia provocado por la amenaza de otro de su congéneres. El animal le mordió la pierna con saña, hincando sus dientes hasta el hueso.


Con un último esfuerzo, la peregrina consiguió zafarse y se alejó cojeando durante unos metros, los suficientes como para encontrar un pequeño hueco entre unas rocas en el que halló temporal refugio. Los lobos intentaron seguirla, pero el espacio era estrecho y el palo se transformaba allí en un arma imbatible. No obstante, la manada olió la sangre que manaba de la herida y se dispuso a esperar, poniendo cerco a la pobre guarida hasta que se hizo de noche.


Sintiendo que la vida se le escapaba con cada latido de su corazón, rezó la madre pidiendo a Santiago su ayuda, convencida de que no la abandonaría ahora que estaba ya tan cerca de su meta. Éste se compadeció de nuevo de su sufrimiento, y apareciéndose de cuerpo presente, alejó a las fieras. Pero de inmediato surgió de entre la oscuridad la Parca, a cuyo alrededor se agrupó la manada, y se plantó ante el Santo obstruyendo su camino.


- ¡Es mía!, bramó la Muerte. Es mi privilegio.


El apóstol habló entonces, intercediendo por la madre. Explicó que ésta debía llegar al fin del Camino antes de volver con su familia, pues del éxito de tal viaje dependían dos vidas inocentes. Que él mismo había asumido la responsabilidad de ayudarla, y no podría hacer nada en caso de que no se cumpliese tal condición, pues le ataba su palabra. Adelantándose a una posible negativa, llegó Santiago incluso a suplicar le concediese su vida, e hincando su rodilla, solicitó piedad.


- ¡Es mía!, gritó otra vez la Muerte. Es mi privilegio.


Entonces mostró su terrible ira el Hijo del Trueno. Alzó los brazos, apareciendo en tal forma imponente que los lobos huyeron despavoridos. Conminó a la Parca a obedecerle por el poder de nuestro Señor Jesucristo, a quién ni siquiera ella podía oponerse. Y viendo que continuaba en su sitio sin moverse, le prohibió llevarse a la mujer, ya que ello provocaría el fallecimiento inevitable de las hijas.


- Precisamente con ellas habré mañana de encontrarme, fue la única respuesta.


Al oír esto la peregrina, las mandíbulas prietas, reunió las pocas fuerzas que le quedaban y salió tambaleándose de su escondite. A duras penas de pie, se encaró con la sombra. Ante ella le exigió que se apartara de su camino, pues en caso contrario sería maldita, y debería traerle la concha de vieira que no le permitía conseguir por sí misma, condenándole a repetir una y otra vez el Camino hasta que lo hiciera. Pero la Muerte, sin una palabra, hizo un rápido movimiento con su guadaña y atrapó el alma de la mujer.


Santiago se enfureció aún más por la brutalidad de lo que había presenciado. Sacó su espada y acarició con su punta el huesudo cuello de su oponente, obligándole a arrodillarse ante él y devolverle el ánima recién arrebatada.


- Da igual lo que hagas, apóstol. En materia de vida yo soy quién siempre dice la última palabra, le espetó la Muerte mientras con ademán despectivo abría su morral para dejar ir el alma prisionera


Tamaña muestra de insolencia terminó por convencer al Santo de que era a Dios mismo a quién desafiaba, por encima de que las palabras fueran dirigidas a uno de sus servidores. Así que, en el nombre del Altísimo, impuso a la Muerte la obligación de cumplir las palabras de la mujer, y recorrer el Camino por la ruta que había seguido, sin llegar a acabar, la decidida campesina. Y así debería seguir hasta que un peregrino le ofreciera libremente la vieira que lo atestiguaba como tal, pues desde ese mismo momento tenía prohibido pisar el templo donde reposan los restos sagrados. Y acto seguido, desapareció y no se le volvió a ver, llevándose consigo el alma que acababa de liberar. Pero la Muerte, rabiosa con la campesina que la había desafiado y procurado tanto mal, profirió contra ella la más terrible maldición:


- Tu cuerpo no recibirá sepultura, será devorado por las alimañas y nadie lo encontrará jamás. Tu memoria quedará como la de aquélla que abandonó a sus hijas y a su marido a su suerte cuando más la necesitaban. Y tomaré toda alma que se cruce conmigo mientras recorra el Camino, para terror de las gentes y que así todos comprueben lo que conlleva seguir tus pasos.


Por eso aún hoy cuentan que algunas noches, los andantes rezagados se dan de bruces con los fantasmas de los últimos infelices a los que la Parca ha atrapado. Durante un año vagan silenciosas esperando que algún peregrino ofrezca a la Muerte su concha y su vida, liberando al Camino de su presencia. Y cuando alguno, más valiente o temerario, se ha plantado ante el espectro en vez de salir corriendo, ha acabado encanecido y tembloroso en un rincón, cuando no tirado en la cuneta muerto sin otra herida que la de haber perdido el alma. Y queda explicado también por qué nadie fallece en el interior de la catedral de Santiago, al tener la Muerte prohibida la entrada en ella, como así ha sido hasta la fecha.

El hombre levanta la vista del libro y se percata de que Clara está en la habitación, mirando por la ventana de espaldas a él. No recuerda haberla oído entrar, tan absorto como estaba en la lectura. Se aclara la garganta para hacerse notar, con cierta prevención. ¿Habrá querido insinuarle que su hija ha muerto víctima de una maldición? ¿Hasta ahí puede llevarte el sufrimiento?

- Sé que ahora está pensando que he perdido el juicio. Pero necesito que me aguante un minuto. La madre, hasta ese momento sentada junto a él, se levanta y se dirige al aparador, haciéndole al sorprendido visitante un gesto para que la siga. Ha visto las fotos de mi hija, prosigue. Son recientes. ¿Cree que la reconocería si la volviese a ver?
- No entiendo…
- Por favor, mire las fotos y respóndame. ¿Reconocería a mi hija si la tuviera delante?

Lucas decide seguir el juego. Repasa despacio las fotos de la chica, hasta que cierra los ojos y sigue contemplándola en su mente. Entonces la mujer habla de nuevo.

- Ahora, por favor, venga y mire.

Le señala la ventana, que da a la puerta principal del albergue. Hay un poco de luz, mezcla de una luna creciente y la bombilla de bajo consumo que en el exterior sigue encendida. Como a cinco metros de la casa, quieta y en silencio, la cabeza un poco ladeada, se encuentra la chica de las fotos. Lucas da un respingo, e incrédulo, dirige su vista a los retratos antes de volver a asomarse. Es ella, aunque ha perdido la sonrisa, y diríase que con ella se le han ido los demás gestos posibles de la cara.

- Esto es una broma ¿verdad? ¿De algún programa de televisión? ¡Hable!

El aprendiz de escritor está nervioso, muy nervioso. Por una parte quiere creer que todo es falso, una invención que en cualquier momento se rebelará chistosa, y saldrán los autores de sus escondites retorciéndose de risa. Pero por otra siente casi como algo tangible el sordo dolor de la mujer, la necesidad de que le crea cuando le enseña fotos del velatorio, recortes de prensa del descubrimiento de las chicas y el funeral… Vuelve a mirar por la ventana y allí sigue, inmóvil. La situación dura ya demasiado para tratarse de una chanza, así que tira por la calle de en medio, y sin querer hacer caso a su miedo, baja corriendo las escaleras y sale por la puerta. Nadie. Corre hasta el punto en que estaba el supuesto fantasma. Ni el menor rastro de su presencia. Más tranquilo, se vuelve, y ve a Clara en la ventana, con una sonrisa triste. Al llegar arriba sigue pegada al cristal. Con la mano le indica que se acerque, sin hacer caso a los reproches que empieza a formular. Vuelve a asomarse y allí de nuevo está la chica, en el mismo sitio y en la misma postura, como si no se hubiera movido. Ahora Lucas abre la ventana y saca medio cuerpo fuera para asomarse. La llama, la insulta, sin obtener ninguna reacción. Sube y baja corriendo cada vez más rápido siempre con el mismo resultado. Acaba exhausto, preguntándose qué está pasando y cuánto de todo esto podrá recordar mañana sin perder el control. La mujer se acerca a él y se coge a su brazo, y junto a él mira a la calle donde el fantasma espera.

- A mí también me costó creerlo. Si usted ha bajado diez veces, yo bajé mil. Y no siempre se aparece: Sólo cuando la Muerte está cerca, al acecho, para recordarnos que el año se acaba, y que hace falta un sacrificio para devolverle la paz.
- Usted no quiere vender la casa ¿verdad?
- Ahora, por nada del mundo. Sólo cuando mi niña pueda descansar. Entonces sí, por lo que me den.

Y le cuenta que Fulgencio no sabe nada. Es demasiado sensible. ¡Si sólo hablar de su hija ya se echa a llorar! No aguantaría volverla a ver. Ella lo sabe, y también que sólo se aparece ante quiénes conocen la leyenda, que ella se asegura de ocultar al marido. Qué curioso: Lucas repara en que se cree la historia. Pero sigue habiendo algo que no encaja. Si no va a vender la casa hasta que pase el año ¿por qué simplemente no convence a su esposo de esperar un tiempo, y le ahorra el mal trago de reabrir su herida ante cada posible comprador? Clara baja la cabeza y saca algo de uno de los cajones del aparador.

- Esto tiene que acabar. Si no, vaya usted a saber cuánta gente seguirá muriendo en el Camino, cuántas familias deshechas para nada. Alguien debe librar al Camino de esta maldición. Usted no tiene responsabilidades, dice mirándole a los ojos. Se le nota en la cara.
- Pero ¿qué dice? ¿Cómo podría…? Se apartó de la mujer violentamente, pero sin darle la espalda en ningún momento. Entonces vio que en las manos tenía una concha de peregrino, que le tendía urgiéndole a cogerla.
- Sólo tiene que tomar la vieira e ir a su encuentro, y todo habrá acabado. Nosotros nos ocuparemos de que se reconozca su memoria…
- ¡Hágalo usted!, se oyó decir dominado por el pánico. ¿No es su hija? ¡Sálvela usted!
- No puedo hacerlo. ¿No se da cuenta? Si yo faltase ¿qué sería de Fulgencio? Muerto de pena en dos días. No puedo hacerle eso. Entienda que…

No le deja acabar la frase. Sale corriendo y se mete en su habitación, echa la llave y se recuesta contra la puerta. Nadie llama. Al cabo de un rato, Lucas escucha a la mujer acostarse y las luces de la casa se apagan, quedando sólo las de emergencia por si algún peregrino tenía alguna necesidad por la noche. La ventana del cuarto guarda la misma orientación que la del salón (no por casualidad, seguro), y cuando se acerca a cerrar los cuartillos, casi arrastrándose por el suelo, durante un instante vuelve a ver el espectro inmóvil y silencioso frente a la casa.

Con los primeros rayos de sol, Lucas baja corriendo las escaleras ante el asombro de los peregrinos más madrugadores y sale como alma que lleva el diablo. Fulgencio encuentra su habitación vacía y la cama sin deshacer, como las otras veces, y ya ni siquiera se extraña. Pensé que éste nos lo compraría, comenta con Clara. Ella le sonríe en silencio.

Marco Granado


*Este cuento consiguió el 2º accesit en el 2º Concurso de Cuentos de Terror convocado por la Universidad de Burgos (UBU).

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