domingo, 30 de marzo de 2014

un fantasma recorre el universo


En el confín del universo observable solo hay otra explosión sin motivo.
Nadie maneja los hilos. La física es un trauma.

Es bueno saber quiénes somos, sabernos a la hora de medir el verso,
a la hora de amar. El simio vergonzante nos acecha desde su rama alta.
El animal nos mira desde nuestra pequeña alma mutante y sonríe como hambriento;
aunque no tenga alma, muestra dientes feroces para el canto.

En tal confín soñado del abismo, hay otra estrella a punto de volarse
con insana presteza, a su ritmo de curvas y neutrones, violentando el tejido
del espacio. El simio acierta con la luz, echa un trago de luz,
descubre una blancura que refleja el tiempo
y se le ocurre un tiempo sin final.

Todo sucede igual en todas direcciones. En nuestro mundo de atrás -aquel patio trasero-,
un universo acaba de violar las alambradas, invisible y magnético,
sus hombres ya están naciendo en la imaginación de la materia.

Incluso hay un fantasma que transige. Fluctúa entre realidades
tal vez paralelas, tal vez independientes también en la manera de contarse,
de registrar sus acontecimientos. El fantasma aparece cuando corres las cortinas nuevas
o abres la ventana para huir del calor. Hay uno que se pasea por el patio
y sonríe como si supiera que no puede hacerlo

            (ella dice que lo ha visto fantasear por el parque).

Cuando se escribe un verso -o cualquier verso- las palabras escogen una muerte lenta.
Se devanan los sesos dispuestas a saltar. El verso organiza
un pensamiento inerte, lo golpea con la fuerza probable de su mala fortuna.

Detrás de cada múltiple universo, alguien imprime el sello que lo expresa en parte:
las manos manchadas cuando hay manos, la tinta reciente cuando hay tinta,
los ojos entornados hacia una sombra más que permanente. Detrás de cada vórtice completo
se escribe el mismo verso inalterable. ¡Se está escribiendo éste!
Ahora. En un idioma antiguo, de otra forma, o en una lengua enferma de silencio.


miércoles, 26 de marzo de 2014

crónica


            Lejos en el cristal se halla
            su preciosa forma de ser que casi nadie conoce

La sociedad es un corto recorrido por la boca del dragón,
el humo que no deja ver el magma se eleva en turbias avalanchas,
el volcán se ha cronificado como una enfermedad sin tratamiento.

Los chicos destrozan bocas de riego con enérgico afán de sus zapatillas converse,
pero no conversan entre ellos:
brindan el silencio de sus corazones a la nueva violencia que los acoge en su seno.

            Ahora hay un tren de cristal en su sonrisa

La gente es perezosa aunque siempre lleva prisa por llegar a alguna parte,
disimula su ignorancia y su mala fe, mira de soslayo. La gente es propiedad
de los tratantes que subcontratan almas lácteas (de color) en la parada del autobús,
almas trágicas que disimulan su extraordinaria palidez
o se mueren de hambre.

Cuando las almas se quedan en los huesos, llegan los capataces
cada uno con su altavoz y su libreta, que a veces es azul.

Las chicas -baila que te baila, brilla que brilla- tienen miedo de la paz social.
Prefieren un conato de revuelta. Una revolución de baja intensidad, solo hasta el sábado.
Por algo prefieren trapichear con el ácido y los huevos todo el día en el parque,
así todo el día paseando a los perros peligrosos que las escoltan,
todo el día fumando sin parar de fumar.

            Su espejo es un cristal harto de luna

Los hombres se pelean por las tardes detrás de cualquier sitio, rompen botellas
y se lanzan ciegos contra las paredes. Suele quedar sangre por el suelo
que al día siguiente ya no está.

Ella vive así. Su preciosa forma de ser es una suerte, una puerta al paraíso,
la llave de la casa de pinturas, la del sótano alegre. Por eso, cuando se siente más bella,
se mira en otro espejo y conquista el reconocimiento amargo de todas las mujeres.

domingo, 23 de marzo de 2014

el vuelo de una alondra en el espacio


Cuando no hablaba de amor, el poeta concedía versos raros,
elevaba peticiones difusas a la superioridad literaria, la trama Editorial.


poema de laxa moral con meteoroide


Era preciso escribir con.
Poner la carne en el asador. Sangre. La sangre se diluía. Licuábase de milagro.
Era una santísima virgen realizando el suyo, su-milagro. Los panes y los peces
reían y simultaneaban su concordia, estaban en la caja y en el mar
a un tiempo. La caja era de pino lapidario, un féretro chapado a la antigua.
Por el cristal podían verse unos ojos a la virulé, demasiado pequeños u ojerosos.

Habría que escribirlo con demasiada. Sangre.
El microondas no churrusca en condiciones, no furrula (en sábado). La pluma se atasca
en el inodoro de la pantalla y emborrona frases de color bastante
grueso. La grosería está en pecado ni la ignorancia exime de su cumplimiento.

Aquí venimos al surrealismo. Dicen por decir.  Que las partes de una vaca
son incontables partes, tantas como bocados: pero buenas para el cerebro.
¿Que Alex Woods recibió un impacto! Allá su mala estrella.
Otro expediente. Una X mortal en la cabeza.

Duele la cabeza cuando se escribe (con) (Sangre). La sangre da espectáculo,
por su propia naturaleza, su encarnación tan cárdena.
La sangre es cáustica, borbónica como el bicarbonato de la coca-cola.
Se trata de una peste deslocalizada. La cabeza se imprime
como una bajada de tensión. Sube la tensión hacia la guerra fría. Es lo que pasa.

No se puede escribir así de fuerte que se oyen los gritos a cien millas a la redonda,
redondos y esculturales -muy normales no son- gritos angustiosos. Hay que hacerlo
con lágrimas en la nariz, persuasivas, inocuas como una profecía.

Porque otras cosas duelen: golpes, golpetazos, golpizas, palizas, bofetones,
también los golpes propinados con elementos maderables como un bate o un rodillo de cocina,
un palo gordo, o una vara de fresno tan flexible y duradera, el látigo, la mano abierta, el puño,
el puño americano, una patada en la boca, una patada voladora hasta las sienes.
Todo eso duele y arrebata, sin olvidar el puñetazo en la boca del estómago, que curte.

Ya no se sabe escribir con. Sangre. Nos industrializamos, modificamos nuestra energía,
nos momificamos y nos hacemos débiles a marchas, debilitamos nuestro brazo secular.
La escritura es tortuosa, debe ser un fallo. Lo primordial es un buen fracaso
estallando ante los párpados, que crujan los omóplatos y se desdibujen las ganas.
Tropezando los huesos en cuerdas musculares, ese daño colateral.

Vamos con la buena literatura, prosapia y nombre. Hacer que se parezca a un desafío.
Que se parezca a su acertijo. El laberinto es una manera de no estar dónde.
Se arrugaban las letras y (se) tomaban amorfas libertades, oligopolios significativos,
cárteles del significado, signos arrumacos.

El verso, pues, era de extraño. Ligaba con su acento. Música de época
frotaba sus manitas junto al órgano, una sistemática misión. Pechos y maquetas
de buques destructores, goletas rimorosas y anfibias. Puntas sin estrofa,
horas sin tedio ni longitud. El tiempo decimal, sin horma, comprimido en la pared;
el verbo fetiche hecho de encargo, acariciado por una selección de inoportunos magos.



el vuelo de una alondra


Mientras, la Princesa se rumoreaba. Asomada a su balcón de invierno,
iniciaba su captura semántica de cada día. Asumía los versos con audacia
y sincretismo. Buceaba en la forma para desentrañar
un pétalo de amor. O paseaba por el jardín platónico vestida de gitana
arrancándole flores con los ojos.

Había madurado su belleza de pluma, su gota a gota elemental y cálido. Hacia el beso
caminaba dispuesta a un sacrificio, entregada a su adorno, considerando un paso afirmativo.
Tenía una palabra bailando entre los labios, que brillaban incrédulos de furtiva esperanza,
una palabra gigante que aún no era suya en cuerpo y alma.

El poeta reverenciaba el sonido del agua, la voz de una canción atenta. Tanta ausencia de color
le hacía enfermar; la tos acaparaba sus pulmones con escuálido pulso, arañaba rasposa
su rosada garganta, le imponía una oración desenfocada, una pequeña arenga dirigida al vacío,
característica. Intuía los peligros a los que ella habría de medirse; ogros nigromantes,
madrastras preciosas, validos maquinadores, tejedores de enjuagues y emboscadas,
la palabra fantástica de algún embaucador. ¡Ah!, contra ellos, solo tenía en mente el pobre verso,
la rosaleda en llamas, la flor acompasada.

Ella formaba un corazón con sus manos artísticas, suspiraba un beso eterno,
se dormía a la sombra del futuro. Manejaba los códigos de la inspiración y conocía
el lenguaje barroco de Calíope. Pasaba páginas de soledad en una partitura
consagrada al recuerdo. Filtraba notas sólidas que signaban el aire e influían en la manera del viento,
ofuscaban la lluvia. Sus pies rondaban fortaleciendo la hierba con tímida pericia.
Sus labios terminaban en columnas de niebla.

Todo era bello alrededor de un mundo triste. La risa pertenecía a un verano rusiente y tan lejano.
La tristeza era el fondo de una noche de luna, sucedía con fuerza aproximada al sabor agrio del destierro.
Azealia cedía al vuelo de una alondra, difundía su aliento entre el fuego de la nieve pura;
sus ojos mantenían en vilo a la nación, sujetaban las bridas del reino,
a su modo valiente, narraban una historia pacífica.




general y radiante (en el espacio)


Frente al espejo, su rostro es un amor para siempre.
Sale a la calle: ¡si nadie puede verla! Nadie descubre ese territorio sagrado.
Pues la belleza adquiere también su monotonía, su rigidez.
Puede que no vaya vestida con la ropa bonita de los ángeles rubios,
puede llevar un abrigo gastado.

Puede tener una voz demasiado pequeña para ser escuchada.
Puede estar demasiado cansada después del trabajo admirable.

En el espacio, ella es el trance de la estrella romántica, el lado oculto del planeta perdido.
Ella en el bosque -que es solo un parque general y radiante-, entablando amistad con la hermosa gacela
que redobla sus patas de marioneta libre. En el espacio, ella es el punto luminoso,
el reflejo adorable de la primera voz del universo.

Puede que surja un poco fuera de sitio esperando su turno para cualquier farragoso trámite,
que no repare nadie en su valía, que nadie sepa honrar su presencia
extranjera con el debido respeto. Su mera presencia en cualquier parte.

Una muchacha negra perdida en el bosque, perdida en el espejo, todavía sin verso que la guarde.
La música que empieza. Y la vida que empieza de una vez, única. Para siempre.


jueves, 20 de marzo de 2014

hacia la soledad


Con entereza, la fina superficie de la cumbre se abandona
a la perfecta compostura del hielo, rozan las nubes la blanca navidad adormecida,
la formidable ambigüedad del oxígeno allí donde las águilas anhelan paréntesis de sol.

En tanta cima, la huella figurada de un paisaje asignado a la historia,
la música más alta, el oro más preciado, más brillante.
Sobre la tierra, una eternidad infantil, el tiovivo que galopa hacia un dédalo inocente,
las fieras que conversan en su idioma fácil.

Orden en la seda. Un amasijo dorado infinitamente luminoso. En los pies,
una invasión de alas, un baño de ángel, el hueco de la nada que impulsa el vuelo,
la continuidad en la acción, el movimiento decidido que afirma una capacidad salvaje.

La palabra mezclada con la piel, el dulce escándalo que salpica las horas muertas,
el tiempo tan ajeno a esa pretensión de inmortalidad, esa pulsión dinástica
que ofrece su inmanente garantía de sangre, algo diferente a la suerte,
formado de futuro.

Amor. Qué natural y sabio. Nada mejor que interrogarse: sin miedo.
Indicar con un leve mohín encantador, siquiera arrogante, apenas displicente,
prender la antorcha, dar ventaja al espectro de un joven príncipe. Ah, todos los héroes
en fila, todos los hombres de este mundo esperando una mueca desdeñosa,
las migajas de un beso.

El poeta soñaba después de perseguir un sueño. Tenía en sus manos ávidas de gloria
la intuición cobarde, toda la miseria acumulada durante siglos
sobre los hombros débiles de la literatura, estaba en posición de conseguir el plagio decisivo,
introspectivo, la beatificación insospechada de una saga original. Catorce lápidas en redondo,
el círculo republicano obstinadamente molestando, siendo un estorbo y un fastidio,
como suele incomodar el genio a quienes saben apreciarlo en su drástica medida.

El poema fue:



Hacia la soledad parten los ríos
desde la soledad de la montaña
y solamente dios los acompaña
hasta la mar preñada de navíos.
Hacia el silencio de los labios fríos
viaja la voz ardiente de la entraña
y solamente dios mira su hazaña
con esos ojos negros y vacíos.
Hacia tu melancólico destierro
lanzo mi corazón a tumba abierta,
a tus benditos pies mi sangre arrojo
y luego bajo llave el alma encierro
a ver qué corazón llama a su puerta,
que solo dios devuelve ojo por ojo.


  
Y Azealia vibrante, al frente de su séquito digno, su laboratorio amoroso. Ella meditaba
su presente, sobre la voz en consigna, el papel de estraza perfumado, el pergamino antiguo, el papel cebolla
que hacía saltar las lágrimas del céfiro, el papel de fumar que se consumía despacio. El poema era un antro
donde nadie debería haber entrado nunca, nadie debería traspasar ese umbral intolerable
hacia el caos de la rima, el espantoso signo. Porque el amor dejaba allí de ser
una palabra no escrita y parecía un verbo amar transitivo y profético,
una resolución determinada por monstruos de largos cabellos y mirada mortal. Azealia sabía todo eso
cuando sonrojaba el verso en sus labios morenos y bostezaba el aire detrás de su nariz. Nada de amor,
pero un leve problema con el sentido acento, la hipótesis versal, la boca del metro; alguien que tal vez
vociferaba estrofas sin ritmo buscando eco y fantasía. El espejo de siempre
y otra imagen indecible para la posteridad,
otra inmaculada norma para el llanto.

domingo, 16 de marzo de 2014

todo Whitman


Para ella, se necesita el verso, uno de ejemplo antirrítmico, verso en su totalidad,
todo Whitman en un verso arrastrándose por el lodo, manchándose la ropa,
las rodillas. Un verso ensangrentado para ella, un poco de barro en la cesura,
barro en el acento principal, polvo en la moneda de la rima, en la moneda.
Todo Keats en una frase elíptica, muriéndose por dentro.
El asma, líquida sensación, asma y humo permanente.
Una barbaridad de humo en los pulmones. Es un verso para ella sin toser,
sin que te dé la tos en medio de aquel verso (y este ahogo en el ventrículo derecho).

Para ella la gloria parecida a un libro sin terminar del todo. El poeta marcaba líneas verdes
en la solapa de una congestión, subrayaba con bolígrafo rojo los errores del tiempo:
cuando pasaba augusto en su tartana vacía, cuando se detenía en los abrevaderos,
cómo se hacía el viejo curvándose en la longevidad de una palabra muerta.

Oh, si acaso ella lo escuchara, comprendiese y obrase, si escuchara el primer verso
de aquel poema corto. Para el libro, páginas en blanco: qué decir. Tamaño verso, grato,
emperifollado como Albertine antes de perder su libertad. ¿Dónde habrá un verso para ella?
Uno que la defina, que la guarde, que la ame por la blanca noche
y por sí. Decir que ella merece un verso ambiguo, un tratado romántico sin fisuras,
nada común. Las Princesas merecen cuentos acabados que las nombren, las coronen.

Así es la libertad de un lobo solitario, tan preciada cosa.
Verso que nimbe su cabello oscuro. Cetro y armiño, suyos tras la ceremonia,
claves de un poder estático. Verán los siglos proclamaciones semejantes, miles
celebrando la indiferencia de una muchacha tímida y real. Trompetas como cláxones,
balas silbando sobre las palomas. Todo el arte para ella, todo, hasta el cuadro de Janelle.

El asma domina la respiración e impide el recitado continuo, el recitado preciso
que convoca el milagro, los panes y los peces que salen por la boca, que fluyen y se ocultan
bajo una eternidad de pensamientos. El verso que también es otra Biblia pública,
es el evangelio de los mártires. Existen obras que contienen un coro de actualidad,
obras que significan historias, que transmiten historias casi reales
con profusión de detalles que incluyen los vestidos, las armas, el color de una mañana específica
atravesada de trinos y metralla, el dolor y la alegría, concurrentes y puros.  

En su verso, la cadena de los acontecimientos, la simetría, la cadena que se evapora
y se divide, deja de verse, que se evade hacia otra dimensión. La obra simultánea
colapsando el verso desde su inicio verdaderamente clásico. Amor y odio, vida y muerte,
todo subrayado en la misma línea sin música. También la música, el fondo oscilante y vocal,
la electrónica y el riff secreto de una guitarra mustia,
Kellindo Parker fusionando la mitad de un filete de ternera con puré de arándanos
y un pescado frito sin espinas. La sinrazón de un solo verso confundiéndose de alma,
apostando a caballo ganador con el dinero del hambre.

Un paseo por el cementerio, de sepulcro en sepulcro, luto y pasión. Emperifolladamente
paseando sin mirar atrás. Saborear el dulce néctar de la evasión, la nata de la influencia,
el pulpo de la soberanía. Para ella, una situación accidental,
un gramo de locura en las montañas de París; la crema del amor sentimental y pulcro
durante un rato en silencio, un pentecostés profano encapsulado en sábanas calientes
y el aroma indestructible de una vana promesa inundando el futuro de renunciación.






sábado, 15 de marzo de 2014

el arte de la flor


Es el arte un rosa pálido, un rosa intenso-emocional (qué íntegro). La rosa viste largas túnicas
para ella. Qué nos adeuda, la rosa qué nos adeuda, qué nos divide.
Divide la rosa un cuerpo en zonas, dibuja líneas modestas. Qué nos divide.
Ella fracasa otra vez, fracasa siempre. El arte no es para el amor,
es para el fracaso. Nadie triunfa aquí o allá: cuando se habla de amor
con esa lengua superficial del todo, con esa lengua muerta que simulaba
versos y tumbaba la voz. Hoy se trata del amor de ella, uno similar al próximo,
listo para zambullirse en el océano, surfeando en las dunas del mejor aliento.

Arte para qué os quiero. Libre del eslabón pacífico, libre del todo del aire
que rodea el alma con su fuelle, el ímpetu de la respiración. Respirar es
enojoso trámite, es común y corriente, nada puesto con estilo en su balda,
expuesto a la dedicación de los sabios o el remordimiento de los diseñadores.
El arte debe ser un libro raro, largo tremendamente, extraño por demás,
un cuadro bien pintado, del revés un cuadro impresionista, abstracto por término medio,
literal como un guernika adolescente y hambriento, al galope como en una sociedad bestial.

La rosa tiene que llover; este aire rosa pálido. Ella tan morena que sucede un milagro,
¡es la belleza que no se quiere ver! Conmovedora belleza, corazón extraordinario.
La sangre fluye sin necesidad de sangre, no se recuerda bien, debe realizar un viaje de vuelta.
La vida es un territorio inhóspito, una habitación fría que memoriza sus grietas;
alguien pinta en las paredes un grafiti directo a la mandíbula, una pincelada
al pecho que oscila y se debate. La soledad se perfora los tímpanos a brochazos de Bach.

Lo de menos es el nombre del amor, que es el nombre de un arte moribundo y más rápido
para no ser peor de lo que fue. Primero se concibe una idea absurda, un tercio del poder,
luego se plasma y se interpreta con grandes dosis de calma y satisfacción,
por último se ventila el cuarto oscuro y el hedor se expande como la humanidad
o el tiempo que tarda en reverdecerse un campo de amapolas.

El arte es así la corrupción de un verso que engendra otra masiva explicación, libros
escritos en latín, pergeñados por verdaderos sicópatas de bata blanca, birretes o tricornios,
qué importa. El tono es un volumen de volumen incierto, aumentativo,
que se lee en un rato primordial. Hay que leer al poeta vulnerable,
al humilde poeta que no sabe bailar.

Ella solo ama a su manera que no quería amar(le). Y besa a su manera que no besa,
esconde su boca y se confirma en su distancia anónima, en su gasa y velo, en su velocidad,
su metro centímetro a centímetro de piel. Es un pastel de crema su piel redonda,
ruiseñor que se despierta cantando. Tanto arte debe de ser falso o es que tiene envidia
de las almas que gesticulan invisibles hasta la concreción de un manantial lírico,
una secuencia lógica de acontecimientos sobrenaturales a la vista del público gentil
que ovaciona por doquier su efecto doppler, silba una melodía alérgica al dulzor de las palabras.

Resucita cada mañana y ya no es ella la que sale a la calle a pasear su acento,
no es ella la que frecuenta los andenes con esa insurrección en la mirada;
puede notarse su arte diferente, su rosa más violento, un calor en la forma del azul.
Su arte ya no se enamora todo el día, ya va clavando los ojos en la tierra,
hay una diferencia en el gesto, se observa un laberinto que nunca estuvo ahí,
surge una sombra, brota un retoño oscuro entre sus labios callados de ser únicos,
labios que le dan cuerda a la sonrisa más hermosa del museo.

Rosa es el nombre del amor que nace y lloriquea por lo bajo, huérfano silencioso.
Hay que nacer para dar guerra. Respirar es una opción camaleónica;
se pueden hacer bromas con el aire y hasta se puede volar.
Volarse la cabeza es otra opción para dar guerra; nacer para el diluvio,
nacer con la cabeza bien alta, sin derramar una sola triste lágrima, por dentro de una canción,
dentro de un libro, en la portada del disco más ácido de la semana.

He aquí la poesía que horroriza al artista, artera más que etérea.
Poesía robada en la maternidad por una monja católica. Poesía disfrazada de perro.
El poema tiene que ser. Es un poema. Recibe sus visitas y pone la bandeja de plata,
saca la vajilla buena, las pastas de diez pavos. Es para enamorar. Su trabajo inocente
es el amor. Un amor inconsciente. Suena para ella con la voz en vilo, tiritando silencios de opereta.

Ella es la pequeña flor americana, rendida flor al unísono aclamada por el viento;
ella que mastica el verbo hasta hacerlo sangrar gotas de jazz,
letras paganas. Las manos aguardando el consejo de la noche.
Los ojos enjaulados en torres de marfil, ajenos al fulgor insomne de una estrella cualquiera.

miércoles, 12 de marzo de 2014

a este lado del sol


Hay que saltar. Azealia lleva un mendrugo de pan en el bolsillo.


No
Soy
Una
Princesa

Lo dijo así.


Camina y lejos de ella sus investigadores privados que la acompañan a todas partes
y no la pierden de vista. Su cohorte. Ella.
No hay Reina más poderosa.
En el barrio. Los contenedores suman gasolina, huelen a ceniza,
los escaparates apedreados o nuevos. Es la última noche.

Hay que saltar. Azealia saltó tan alto, saltó tan lejos sin romperse el astrágalo
un muro alto como la valla de Europa. Ayer paseaba por el patio sola en compañía de muchas.
Las chicas celebraban un acontecimiento, un intento.

La Princesa Azealia no era una princesa, pero no había Reina más orgullosa que ella
cuando aparecía por las calles siempre desiertas del distrito, siempre a oscuras, siempre
acostumbrándose al incendio.

Hay que saltar. El patio aconseja y ahí se aprende pero no se hacen amigas.
Ella sin drogas se fumaba un cigarrillo electrónico, votaba
por correo al Partido Comunista. Qué menos.
Los bloques amenazan con salir pitando de la ciudad, descimentados,
alargándose hasta la eternidad de un cielo gris.

La mafia reparte caramelos a la puerta del colegio electoral o a la puerta del cine:
es la doble sesión. Los disparos no dejan dormir al niño. Azealia un día será mamá
y sus hijos dormirán a pierna suelta, quizás en otro país. La manos de Azealia
experimentan un ciclo maternal, acarician tan flojas, suaves como fábulas.

A distancia, ¡cómo le hacen la corte! Enfrascados en sus tablas de snow,
hasta las cejas de pastillas para la tos, sampleando una auténtica sirena,
toqueteando frenéticamente un famoso disco de vinilo.

Un cuento. El cuento empieza mal para terminar de golpe con un beso en la frente
que es un golpe maternal o fraterno (trazas de un K.O. técnico). En el cuento hay una princesa de color
negro que es más hermosa que un reloj de pared, más hermosa que un rifle de repetición,
más bella que la catedral gótica más vieja del mundo,
más que el viejo caserón descascarillado de estilo gótico carpintero que no se tiene en pie,
preciosa como una estación espacial, como una sonda espacial, como una nave no tripulada;
más alta que el reflejo del sol en la cresta plateada de la cumbre.
La Princesa sonríe y se llama Azealia -dice el cuento- y es tan guapa que no hay fuentes
para ella, no hay agua más clara, no hay un cielo por fuera de sus ojos negros.

En el barrio la gente se provoca, los coches son provocativos. Fue un coche que atropelló
a un anciano y salió huyendo porque no sabía parar. Las chicas no saben parar,
y no quieren parar, llevan un mecanismo erróneo en el cerebro, sin mesura,
como unos pantalones más anchos.

Es cruzar la autovía y la poesía que se ha quedado al otro lado y la poesía no existe.
Los poetas no están a esta orilla del crimen. En este cuadrilátero de la ciudad
no existen versos como lágrimas ni palabras de amor. Ella no tiene quien adorne su esperanza,
quien la cuide a sorbos de nostalgia, quien se ocupe de su forma de besar.

La pobreza que tiene corazón y muestra cicatrices en el alma, tatuajes en el brazo
izquierdo de la vida, en la mano de un millón de dólares.

Azealia, hay que saltar. Sin rasguñarse, sin herirse, sin romperse el astrágalo
ni dejarse matar en el intento. 




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