miércoles, 14 de septiembre de 2011

rama es


Rama es una muchacha de verano para un ambiente frío.
Una hermosa mujer (de sangre azul).
Ella es la leyenda.

Solamente ella desenterrará la espada y pinchará al dragón en las costillas.
Solamente ella hablará con la bestia.
Pues mantendrán un debate económico y así se salvará la economía.

El dragón es sabio, sus recetas son dolorosas.
Es sabio, pero expresa un punto débil: la belleza irresistible
(algo así de la moderna colegiala, esta vez sin los muslos a estribor).

Tensa ella. Tensando un arco iris con la flecha del tiempo,
blandiendo la catana de Bill,
parloteando por los ojos duendes.

Rama es en el parque de hoy que parece un cementerio.
Su pelo es un objeto, un artefacto de azabache.
Dando una vuelta (sin perro), ligera sobre silenciosas zapatillas rojas,
las faldas a merced de la corriente, el pie que se adivina.

Con una primavera en la sonrisa que no tiene lugar.
Precavida y casi miliciana, el pañuelo envolviendo su cabello de ángel,
llena de soledad, como una virgen.

Solo ella, ella sola en el mundo. Ella sola sin mundo alrededor.
Rama en la sombra de paseo por el parque. 

domingo, 4 de septiembre de 2011

viaje de negocios


Durante el traslado, el preso rifa su condena entre los transeúntes.
Vuelve a tocarle a él, que está paseando al perro,
hablando por teléfono en voz baja,
aplastando una colilla con la suela del zapato,
hojeando la prensa que le mancha las yemas de los dedos,
orinándose vivo mientras espera un taxi en la parada desierta...

Al principio, la comedia le divierte,
pero enseguida recupera el odio y endurece la curva de los labios,
sale airoso el rencor de su mirada.

Es proverbial la rectitud de la avenida, es un canto litúrgico,
un acercamiento a la amplitud del paisaje.
Por ella proliferan, deambulan, gesticulan y duermen los extraños.
En ella se enamoran y se matan, se rozan y conmueven los pequeños dioses
(un semáforo en rojo puede ser una palmera con gafas de sol
o la bandera de un país en marcha).

La avenida es el tajo en el ladrillo,
es la incisión quirúrgica que replantea sendas cicatrices moradas,
el metro de los cíclopes, domadores del tiempo.

El viento barre el cuerpo exagerado de la urbe
   tropezando en las grandes construcciones.
Algunos estudiantes canturrean su ética de jueves por la noche,
su estética nocturna y despeinada, abierta a los tentáculos del pop.

Los tatuajes duelen más en la prisión
y el convicto se rasca con precaución el antebrazo izquierdo,
donde el pico de un águila quiere echar a volar;
escruta los portales y los escaparates de las tiendas
y archiva un puñado de promesas ambiguas
en el pozo insondable de su espesa memoria,
emblema de un sordo linaje de basura blanca.

El trayecto no es largo, la avenida sí.

Huele a fresas desnudas
y, en la esquina siguiente, a desarraigo, a profesión de fe.
Las personas se aíslan en sus antros delirantes,
corren cortinas, bajan persianas, echan pestillos;
fabrican leña e inmolan su candor en torno del aparato de plasma,
se centran en el hilo del móvil redentor,
en la línea caliente que conduce a un estado fantástico.

Se lo toman con calma, como el té de las cinco, con franqueza.
Honda su decepción, pavimentan el cielo entre los sueños
e inauguran kilómetros de autopista al infierno,
tramos de abismo por los que circulan
-a la velocidad del pensamiento- los furgones blindados del futuro.

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