sábado, 31 de enero de 2015

paso aséptico hacia la soledad


Hay un camino que desciende. Es el camino hacia la soledad. Algunas rocas ígneas
de ciencia ficción. Un descenso de moda porque el infierno tiene su tirón, engancha con su modernidad,
su aguja y su tridente, la delantera perfecta.

La soledad elimina problemas por la vía rápida, es un destino aparente. Nadie molesta,
solo la mente que se ofusca, suele empeñarse en esto o aquello, suele recurrir al recuerdo
y lo hace con frecuencia inelegante. La mente apenas fantasea con otra cosa que no sea su memoria,
su inventiva es demasiado previsible, ¡que inventen ellos!

Los días se suceden en la soledad más absoluta, con gran notoriedad, con zambombas y clarines,
son días de fiesta en los que suenan trompetas apocalípticas y los volcanes se menean
como zombis con el baile de san vito. Que no, los días no pasan desapercibidos,
proceden a realizarse con todas sus consecuencias, cada segundo tiene su nombre, dura.

La soledad supone un cambio brusco conforme a la costumbre, el ajetreo de las calles atestadas de gente.
Las chicas con sus vestidos, sus peinados; los autos que a regañadientes refrenan su lujuriosa mecánica.
El ruido. Una de estas cuestiones de actualidad es el ruido, que no es incompatible con la ausencia
casi infinita de todo; sin embargo, el ruido puede ser un ingrediente clave
en el proceso de privación sentimental que supone el aislamiento.

El camino hace sus curvas, da miedo también, baja al Southern Reach para que no se sepa dónde acaba.
Se echa de menos a las bestias ciudadanas con sus andares directamente sucios, la suciedad
tampoco es incompatible con el triste abandono, pero no ayuda recordar la tumba de Boris D.;
es más útil especificar un espacio inmaculado y medio sobrenatural, sin invasiones. Una habitación
blanca -que puede ser enorme- de techos semiderruidos y con sus enseres por el suelo,
alguna mancha y el olor a desinfectante, algo aséptico.

Puede ser de noche porque a la claridad no le incumbe el momento, ella permanece encendida como una luz negra,
cenital y absorbente. Se trata de un trámite confuso en el que quizás se encuentre un libro abierto,
quizás se escuche un disco compacto, un vinilo renqueante y auténtico, Nas saliendo de un mal sueño,
Azealia vestida de colegiala sexy, el mismo Dr. Dre dando botes por la avenida.

El camino se oculta, disminuye su cresta. Los espejos no dicen la verdad,
mienten como casos reales, instantáneas tomadas por una mano muerta, como cualquier palabra
dicha con propiedad a partir del silencio.




martes, 27 de enero de 2015

nuevo mensaje de la luz


Con el alma en la palma de la mano. ¿Cuál es la justa dimensión del espíritu? No va a pesar 21 gramos,
no va a medir tres metros. La dimensión del alma es dibujar un trapecio, un ser con cien caras abiertas, otro ser. Fluye
en su medida, transige, no se preocupa porque estará por encima de ello, no pasa malos ratos por un pecado
cualquiera, por una mala acción: su recorrido hacia la indignidad comienza en el preciso instante en que florece
o alberga una esperanza. Dicen que el corazón, pero es el alma. El corazón es bello hasta cierta misión desesperada,
sangra lo suyo en su idioma ventricular, circulatorio, su lenguaje interno, sepultado a dos metros bajo el aire violento.

El amor narra un alma, es omnisciente. El beso es un ligero golpe que no tiene que ver
con la palabra, una lengua en la mejilla, la frente del tesoro que no se arruga ante el recuerdo, es un frente guerrillero,
sin trincheras, un bosque donde se agota el agua y los animales reciben mensajes de la altura. El beso reconcilia
sensaciones, augura. En el futuro el beso ha de ser un mensaje de texto enviado por la luz.
La luz será la fuente de toda ilusión, del amor y la felicidad.
Allí donde haya luz habrá un espacio para el recreo, para el sentido. Ahora, la claridad es apenas un regalo
que nada significa; los ojos ven, las cámaras vigilan y los aviones vuelan por el cielo desnudo,
la noche llega porque debe y se ofrece, porque tiene un romance, porque le sangra la nariz al sol.

Keny es un ángel vertical. Nada la detiene, ni las alambradas ni los lirios
ni siquiera los puentes destruidos. Los ángeles bordean la realidad, pero ella está en su centro, tan misericordiosa,
tan alta como el pequeño cerro que sube a la montaña encendida. Vuela a lo largo del viento, siempre en torno a su jardín.
Vuela como una sombra abrazada al porvenir, al sueño que construye el relato de una vida: en el parque
la música rehúsa hablar de amor con otra esencia, mas discurre aferrada a su destino sentimental, su único motivo.

Está enamorada. Su alma es una joya que desaparece. Ya tiembla el arco iris, se nubla su misterio, cambia su acento
por una voz tozuda que reclama su derecho a la soledad, su trámite de ausencia. El poeta desearía gritar,
pero escribe. Su poema es un grito, pero en silencio, no duele ni hace brotar el llanto, no es lo suficientemente frágil
como para provocar el desmayo, ni un débil cataclismo ni un movimiento en falso.
Por arriba, las cosas son un mar sin orillas, solo un horizonte tirado por la borda, hecho cisco en la superficie de la luna.

Keny vendrá con el alma entre las manos y será más hermosa.
Aún. Librará una batalla sin armas y su sonrisa cantará victoria, ante ella se inclinarán monarcas vencidos por el peso de la púrpura
y una legión de hadas adornará su cabello con flores del paraíso, vestirá sus tobillos con aros de algodón.
Ah, y su memoria frutal será recompensada con una caricia, un verso, una desilusión parecida a la gloria.





sábado, 24 de enero de 2015

planeta errante


La sombra de su amor permanece sobre una cordillera de plata, se desplaza como la de un pájaro serio,.
Su corazón emite un mensaje que inunda el cielo de una luz intensa, alba meticulosa. La sangre,
fascinante piélago, fluye como un trance por laderas cubiertas de blancor nevado, rasa hierba.
Su pensamiento zurce parches de realidad, avanza entre noches y tardes aburridas, entre palabras y silencio,
es reflejo del amor, rastro de un alma, un recuerdo enraizado en el alma que sufre su abandono
en este mundo, pegado a la tierra, tan lejos del aire fresco y su corriente.

Su pensamiento dibuja estrellas, es tan artístico como una ola, no necesita máscaras. Moldea formas con su arcilla
primordial, una forma que arrasa y lo contiene todo en su discreto vientre. Ella negocia el aire con la sombra del viento,
orquesta campañas de prestigio cuya destinataria es la nada que rodea la obra. Pero su obra
decreta la definitiva resurrección del buen gusto, se sitúa en el extremo de la abstracción donde la muerte imita
el dulce trino del jilguero y la realidad es igual a sí misma, sin pinceladas exóticas ni acontecimientos triviales.

Existe una quietud aberrante por donde ella se mueve dictaminando excusas.
Su amor pertenece a esta clase de roles del pasado, su voz logra un convenio con una tradición de trovadores.
Ella es pequeña, mas no en lo físico, no en su pensamiento gigante que se expande como una bola de nata,
como una nube histórica, lo es en el cariño que sienten quienes admiran su tristeza
e imaginan su cuerpo suave, la suavidad de sus manos pegadas al imán de una débil sonrisa. Cuánta fantasía desprende,
cuánto se llora su ausencia, el espacio vacío de su estilo, el pasillo tantas veces recorrido con idéntica esperanza.
Su ausencia es el ejemplo perfecto de responsabilidad.

Queda la voz, la voz que es un poema y no termina nunca, siempre se muestra inacabado,
reciente, reticente. En el arte, decir su nombre, nombrar su historia con un término adecuado, parece un imposible ,
hay que calibrar el perfil de su cabello, desandar su rutina misteriosa, comprender su milagrosa prudencia
-ansia de libertad a cualquier precio-, amasar su fortuna, beso a beso.

Keny siembra un esqueje de amor, brote o fragancia, impulsa su conciencia que es una flor hacia otro estado,
doma un león de olvido. Regla número uno: no amar. Ella no sigue las reglas del mercado, no usa metáforas detestables,
sin testar en la prosa, su intuición es teoría y lógica, se sostiene y resiste la comparación más atrevida.
Keny ama con todo su pequeño corazón que traspasa las flechas, no conoce barreras ni montañas
de espuma, ni cumbres atizadas de fuego: es un corazón valiente.

Dicen que la felicidad es un planeta errante, un punto ajeno, un asunto de otros y para los demás. Y ella, que ha crecido
con el sueño de una vida fuera del sistema, ahora se halla dentro a solas con su mente, sola con el verbo
y el amor, sola con un verso que se repite en su estómago, un verso ajeno como un planeta errante,
el verso de otro, solo para ella, un verso lleno de felicidad.




miércoles, 21 de enero de 2015

a un año luz de ayer


Creció el amor tan lejano como una montaña. Lejano como un grito.

Ahora el amor -su verticalidad, su tamaño- tiene forma de amor,
que es una forma grata y verdadera. La voz que lo distingue es de color azul, la voz del ancho mar
es una voz que alcanza el cielo con su calma. Como su talento para la inacción, su célula durmiente
activada de pronto en aquel verso. En la lejanía, se advierte su volcán, el templo en llamas, ríos de sangre densa
dan vida a su espíritu. Un alma enamorada recibe mil descargas eléctricas antes de nacer;
da igual, igual que un beso en la mejilla, una caricia.

La caricia en el pelo de K sirve para ejecutar un vals, es como ponerse un sombrero nuevo, como regalar un anillo de fuego.
Distinto, el roce amansa su propia violencia, amortigua su fiereza, pasa de largo en un suspiro.
Todo el cariño parece que no fuera suficiente, todo el deseo colmado de inocencia.
La ingenuidad es un arte difícil de admirar, caro de ver. Cuando se agita una nube para sacarle una gota de lluvia,
cuando se echa a nevar y se quebranta el suelo con el frío, un arco iris frunce el ceño,
se estremecen las copas de los árboles ante la discreta fortuna del jardín donde ella gira -ensimismada y seria-
con una sonrisa trágica en los labios. Donde nadie pronuncia una palabra de amor,
no hay necesidad de superar la tristeza del paisaje, su inagotable estado.

En el espacio, las ruinas del amor hacen su aldea, queman otra ciudad. K se lo figura, se lo piensa,
discurre un remolino de ideas aceradas que reparten justicia: son tan rectas... Hacia el ocaso, la montaña se tiñe
de una albura celeste, viene a conformar un cuadro oriental fundado en la cintura de los juncos, cierta humedad
improvisada. Los sentimientos vuelan como serpientes, festonean la bruma, llenan cuadernos
de una escritura abigarrada y también falsa, una poesía ascética.

Solo el poeta está cerca del abismo, a un paso del aire, o a un año luz de ayer, cuando era tan feliz como el recuerdo
(a su velocidad inversa, para no olvidarse del futuro que hace mella, fatiga, te hace pensar en él).
Ella conoce el amor, pero ha estado tan cerca, sin saberlo, tan cerca como el sol sobre la piel,
como un beso asomado al hondo espejo de la oscuridad. Oh, ella se ha recogido el pelo,
ha tomado una rosa entre las manos y ha mirado a lo lejos con una sola lágrima en los ojos,
con la rotundidad que anima el dulce sueño de los novios. Su voz ha deplorado tal silencio, ha escuchado a la noche
restando incertidumbre al tiempo detenido.

Como un profeta, el amor ha escalado la cima antes de volver a su desierto. Keny ha dibujado un corazón en la nieve
y lo ha hecho arder en el poema. Ha dicho la verdad, como hace siempre desde que el mundo es mundo
y el arte anima su piadosa mirada.




domingo, 18 de enero de 2015

todo que decir


Círculos de silencio, tramos aéreos sin una sola voz, un solo trayecto.
Este silencio extenso en derredor, diverso, aterrador. Un estilo dominante
de no decir, basta de oírse, basta de hacerse ruido. Una vez en la música que suena y reverbera el rap
de manera que rompe, tira la muralla por los suelos, hace ruido hip-hop sobre los tímpanos, timbales
y algo crudo que rompe el paisaje y no se quiere creer. La paradoja de tanto silencio musical
tan intenso como un alba, tan diverso como una reunión de embajadores. Algo por su palabra, por su voz
elevándose acaso sobre el tumulto de la soledad.

Un silencio doméstico de andar por casa sin abrir las ventanas a la luz. Un silencio que ama
su elegancia, su timbre desnudo, su extravagante flow. Aterido, la quietud asociada con el cuarto invernal,
el foso de las contradicciones, la hibernación de la inteligencia que asoma su hocico húmedo
por la madriguera de un libro, el escondite del poema. Nada, sin dirigirse la palabra duermen los músicos,
la ciudad duerme sin digerirse la palabra, sin hacer la digestión de tanto grito, tanto dolor.

Nadie ha vuelto a hablar y el poeta halla por fin su inspiración en el transcurso de la poesía que ha callado la noche,
lo que la luna se ha dejado en el tintero, manchas de crepúsculo que te ponen perdido,
hay que lavarse las manos, dientes del ocaso bajo la almohada del sueño. Vence la incomodidad,
el aliento que se desperdicia, lo que duele y no suele escucharse por educación: las armas con su repiqueteo,
ametralladoras como truenos, trenes sin éxito. El poeta se queja del silencio atronador que le rodea,
envuelve su trabajo con alas mágicas, plumas que gotean sangre, la mejor tinta para describir la ausencia.

Todo para comenzar a decir: no es ella, no está en su sitio, en ninguna parte. Su voz y el espejismo de una realidad,
un hogar entre las nubes, el pájaro de fuego: sin árbol para iniciar su canto. Ella sigue en su corazón,
perfeccionando el beso; allí, su boca responde a las caricias, su boca es libre de intentar un nombre, de besar un nombre
con sus labios de fuego.

¿Quién debe trasladar la esencia? Se relata un viaje complicado, demasiado largo. Las crónicas explican
el itinerario, semejante al de un copo de nieve en el desierto, un ángel en curso, la cigüeña con su joya en el pico,
¡el mismo aire! que nace donde se planta el hielo y la naturaleza se desborda. Su esencia es un pequeño juego,
un pañuelo en el medio de la plaza y unos chicos que corren, su idea, un verso que se inclina por el arte, se inunda de pureza.

Su cuerpo en el vacío que cubre la distancia, su alma en todas partes al mismo tiempo,
dios que se aclimata a su ceguera. Un tiempo para cada pensamiento, cada imagen vestida como viste el amor,
con esa sonrisa dulce, ese altar de los ojos y ese cabello suelto como un caballo negro
que hubiese recorrido el mundo con un secreto ardiendo en la garganta.




viernes, 16 de enero de 2015

el amor y el método: cómo llamar a una puerta abierta


Era tan pequeña, pero sin rizos de miel: su cabello fulgía en el vacío, sangraba como el de un niño Cree,
como el de una hermosa campesina de Ximen, negro hasta la consumación
de la noche, como una barricada cósmica. Su cuerpo en la palma de la mano, en el cuenco
sagrado de la mano, tan pequeña, tan bonita que al mirarla de cerca...,
sus ojos no envidiaban la luz de los rubíes, sus ojos contenían un océano
pensativo, no triste. En la mano, resplandeció su tacto, la maravilla de su peso, la desnudez alada
de sus pies de ángel, fríos entre las sombras; oh, y su tacto dolía hasta la herida y el hueso,
horadaba, sepultaba en un mar diáfano no de sangre, ¡de lágrimas!; su alegría rondaba otros planetas, mundos a su alcance.

Centelleaban sus ojos y su rostro ascendía hasta doblar su tamaño, hasta encontrar el tamaño completo
de su eterna belleza. Antes, había un pañuelo que parecía un parche diminuto, indistinguible, aunque sus colores
compartieran esencia con la aurora, claridad con el velo de la luna; su pañuelo era un arma,
¡alma que surcara sin brújula la mar de los espejos!, un alma para cubrir el alma, para ocultar el paraíso
incluso a los arcángeles, incluso a los dioses que se vanagloriaban de su explosivo talante.

Keny con su pequeño nombre, en el aire como una estrella de la radio, cefeida encendida en su alcoba
glacial, iniciando el despegue hacia la última esfera. Este nombre sí que habla, sí que puede rociarse
con un beso, si que puede crecer como han crecido, crecerán miles de rosas, una rosa turbada, enojada en el arte,
una flor con pronóstico, su porvenir fecundo. En el jarrón, hay un jardín forjado a flor de tierra,
próspera tierra entre sus dedos como espuma sin forma, su forma como un bálsamo flotante, un ático al norte
del sol que se desploma. Su mano en otra mano, la chispa sobre el viento, acompañándolo
a morir en una ráfaga de olas.

Sin mirarla a los ojos; o mirar en su ojos y observar con ojo clínico el amor, su consagración,
o descubrir la falta, el trono desocupado, el cetro por el suelo, el armiño arrastrado y sucio en un reino perdido;
es un reino perdido, lleno de sangre como una mezquita, lleno de sangre como una biblioteca, como una catedral
sin otro nombre; ¿no es la Princesa que anunciaban los fuegos?, ¿no es la Princesa que prometía el Libro?
Ella es la Princesa que sube la escalera; la que ha llegado al cielo, y canta. La que siente el espacio de los altos jilgueros
y prende en la conciencia y se posa en el vértigo que bordea las cumbres.

Keny está en su nombre como en la casa grande, camina por el patio, se sienta a construir una puerta abierta.
Su voz ha disipado la niebla, se ha casado con alguien, ha besado a cualquiera allí en el corazón,
donde más duele, donde no se recuerda ni el olvido y las palabras tienen forma,
son pequeñas como besos tachados en un poema sin futuro.




martes, 13 de enero de 2015

arquitectura real del sentimiento


Qué asciende, se eleva, duele tanto...
El gorrión de madera silba cascabeles repintados de pluma, agita un ramo de fuego con todas las consecuencias;
en ese territorio alado de la infancia, las noticias se enteran de la gente, los periódicos son el lastre de mañana.
La invención es automática, tajante. Se congela el aire, su quietud acelera los martes y los miércoles
que discurren sin prólogo, protocolarios; no es el vapor de la máquina ni habla el conjuro del frío,
mas es térmico y terso, suda como el cariño que se tiene, simplemente así:
babel inversa que obra un silencio remoto para estupor de estudiantes y maestros, pasmo de críticos falaces.

Es la ambulancia que viene en ambulancia, tren que expresa el traqueteo como un ataque aéreo,
fauna sin carne, carne sin arte que llevarse a la boca; otro cuarto cerrado, tan pequeño que no se puede huir.

Surge el humo en la distancia, columnas como nubes, árboles fragantes. Es un corazón sin forma
tatuado en el hidrógeno del alma; vuela el carruaje de las maravillas, seis rápidos corceles para el día,
más veloces que el sol, recuperando luz. Sus zapatos de cristal repiquetean, hacen sueño del ocaso,
ríen a golpes de dulzura su frenesí de sombras, sonríen a la luna; dicen que ella ha pronunciado
un ramo de claveles, que no faltaba el oro en cada pétalo, ni un pétalo de rosa. Que ha escrito una oración
y ha enmudecido el cielo; desde su altura, ha rescatado nombres y promesas.

Se eleva, duele tanto...
Su rastro ha sido detectado por los ángeles, su rostro ha sido visto hacia la noche, ha sido amado;
decir que entorna un cauce en la mirada, un algo que se arranca. La parte de su alma que no existe,
se resiste a afrontar el tedio de la vida, conduce a un laberinto sin entrada y arde siempre, quema como un escalofrío.
La carroza es un puñado de arroz arrojado en escena, pero rueda por un camino suave que se acaba antes de partir:
sentirlo es un acto de nostalgia. Sentir su mano en el vacío, nada más que un triángulo de piel.

Duele tanto...
Su vestido de gasa, transparente hasta la carne memorable, sus puntos cardinales en fuga hacia la cruz del infinito,
rayos dulces. Tres pasos hasta la fuente donde el agua se esmera, el recodo donde el árbol persiste en su materia
fundamental, la herida que produce el tiempo en la ondas del estanque sangra arrebolada en flores.
Su rodilla que tiembla y se conmueve como el firmamento, ávido cristal, lámpara viva; su rodilla que es hálito flexible,
roca de papel. O la sábana blanca de su pecho tan inflamable como una mariposa repetida.

Sobre las nubes, por encima del verbo que rompe corazones e inspira tanto amor, por encima del tono,
la vibración de su espíritu que traza un recorrido entre los ojos, alumbra mil palabras incendiarias;
nada salvo la voz que no se arredra y es un estado dentro de otro mundo, su voz
hacia la tierra, deshabitando gloria, ave que no recuerda su pasado en el viento, la primera caída fulminante;
su voz en el teatro de las rosas, ¡oh!, en el momento en que derrocha la virtud que protege su espalda, su coraza de nieve.

Ella en perpetuo retorno, de vuelta al universo en una gota de agua. Ni demasiado firme ni el esbozo
de la ciega pasión que no puede olvidarse como un sueño. A pesar de este amor, con un lápiz tallado en la cintura,
a pesar del abismo, con dos alas de espuma que no saben volver del horizonte.




sábado, 10 de enero de 2015

un verso imaginario (para K)


El verso no decía ni se significaba, permanecía en un segundo plano, lejos de la realidad,
al otro lado del concierto multitudinario, fuera de foco. La luz le hacía daño, sus ojos como interrogaciones
se preguntaban por el porvenir, listos para la siguiente epifanía. Carraspeaba el verso como un viejo fumador,
sus dedos amarillos tamborileaban nerviosos sobre un manto de silencio. Frente a la integridad
de su belleza, su rostro angelical, su fotogenia, el verso se arrastraba por la escena con esa timidez contraria al espectáculo.

Claro que el verso -en su línea- se guarda un par de besos en la magia. Sabido es que las caricias vuelan
y son bien recibidas (en general). Aquí tenemos una piel hecha a imagen del aire, consagrada,
piel que vocaliza su encanto, se distribuye en una lluvia de admirable tacto. Esta piel que desborda anuncios luminosos,
que mana como luz de imaginarias fuentes, estrella de frecuencia insólita, igualmente en su espíritu advertía el canto.  

Cada pájaro es una palabra que se concatena, enlaza con el símbolo, silba su propia melodía.
Cada piedra. Cada árbol. Cada brizna de hierba destinada al temblor. Todo signo ocupando su espacio en el desfile del año.

La absoluta confianza del amor en sus labios que brotan y no están, surgen del cielo.
El tesoro argentino de su boca tendiendo puentes sobre el arco iris, su colmena invernal solo de reinas,
la punzante anatomía que deduce su sombra. Esa violencia del terreno vacante, esta libertad tan inequívoca, ausente;
su marcha a través del pensamiento que utiliza al poeta, lo golpea con un plúmbeo martillo de rabia enamorada.

Aquí viene su nombre por no decirlo todo. Ella por no ser, por no tenerlo a mano y no tocarlo con la mirada perdida.
Su nombre aparte, en su rincón del centro de la vida, obrando términos como milagros, sanando
almas enfermas de miseria estética. Hacia el inframundo de las opiniones desoladas, malas opciones del corazón
que late más despacio cuando ama, cuando llora su olvido o entiende la rareza del poema.

El poema para ella, como todos, de frente. Frente a su verdad de oro, frente a la melancolía oculta en su tímida presencia;
entre sus manos creadoras de paraísos y selvas; es el arte que la tiene en su punto de mira, que recuerda
aquella indefensión de su inocencia, su querida infancia. Es la levedad del día que rubrica su andadura
con callado estrépito, eco del crespúsculo inmediato. La verdad es un giro planetario, formidable física
que no se descompone y permite el entusiasmo. Pues dice la verdad cuando fracasa en la lucha,
cuando triunfa en el corazón exhausto del espejo. Y el poema la adora, busca un verbo que la exima de culpa,
remarque su fragancia, un verbo que no muera al caer la noche como un telón de acero,
que no muera.

Versos que se autodestruyen en contacto con la poderosa acústica del hambre o vagan lúdicos
por dobles pergaminos que son diarios eternos, estrictas copias de un libro inacabado; salmos vanos, épica para ella
que no sabe quién fue, quién pudo amarla tanto como para infiltrarse en la historia, como para soñar
con la felicidad de un río sin fondo. Es el arte de fuego que la ama reducido a cenizas, en su urna,
musitando una palabra firmada por el viento que no es Amor,
ni nadie que se le parezca.




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