domingo, 5 de febrero de 2012

viaje al interior de la noche

Era una noche pálida de luna.
La luz formaba tenues remolinos en torno de las hojas afiladas
y los insectos daban rienda suelta a su hambre metódica del día.
Todavía quedaba alguna rosa del color del crepúsculo reciente,
bastiones de pureza entre las sombras.
Los árboles hablaban por lo bajo de cosas importantes.
El camino se daba media vuelta
y echaba a andar.
A lo lejos, el pie de la montaña cerraba un sucio trato con las nubes
y la lluvia regaba el campo ardiente,
que contenía la respiración.

Era de noche y no ocurría nada;
tal vez, un aleteo imperceptible diseminando su frecuencia elástica
sobre la formación de la espesura.
Dentro del bosque, oscuridad vacía,
notas ligeras dando pie a la orquesta,
un poema tirado entre las zarzas como una bolsa vieja de basura.

El viento estaba suelto, pero quieto, aquella noche estática y lunar,
mordisqueaba el aire con fiereza
y allí se detenía, en ese brote de mérito salvaje, en esa zona
extrema, inaccesible a los sentidos,
dosificando su maligno aliento.

De orilla a orilla, dormitaba el puente,
un ojo abierto al resplandor del agua,
ingrávido sin peso a las espaldas,
recuperando su figura artística.
Pasaba el río igual que pasa el río cuando solo es un choque con la piedra,
un torrente preciso con las gotas
contadas, una escarcha reluciente.

Quizás hubiera un cuervo tan extraño posado en cualquier parte,
en una mano,
en grotesco equilibrio sobre ella,
o acaso en una estaca de madera podrida y repintada de amarillo.

No estaba el ángel ciego de mirada
y gracia ocultas con la espada en alto
ni el demonio de máscara inocente que saltaba las tapias sin ser visto,
no había un alma sino la del suelo, tan vertical en un sentido u otro,
el suelo, con sus gemas literarias,
su explosiva potencia creadora.

En vano investigaban la maleza varios dioses buscando un sentimiento,
nada tenía frío, nada ardía,
ninguna voz se materializaba,
ningún niño perdido, con su llanto, sobrecogía el claustro vegetal;
ni el eco de un ladrido en lontananza verificaba la quietud del mundo.
La calma era inmortal (mas imperfecta,
pues en la perfección late un rumor de plenitud que, allí, disminuía,
hasta plegarse en hojas transparentes,
desentrañando un peligroso abismo).

Tal vez un aleteo, una ligera
nota de espanto compartiendo el tiempo
con la furiosa norma de los átomos.

Sin un observador, sin unos ojos
conscientes proyectando su vasta simetría
sobre el plano real de los objetos,
la soledad cedía en su impecable significado,
se hacía acompañar del infinito,
y era posible, entonces,
que una quinta avenida con sus luces
de gélido neón y sus vehículos recorriéndola en todas direcciones,
apareciese y desapareciese
sin dejar rastro -como manda el sueño-,
o que, por un instante, las pirámides de Egipto coronaran las colinas.

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