lunes, 26 de diciembre de 2016

mundo paraíso


La poesía es larga. Es un sótano extenso. Como un ático después de muerto,
derribado y vuelto a construir piedra sobre piedra, hielo sobre hielo. Es preciso avizorar
la presencia de los remolinos, observar el bosque que se te echa encima, el cansado
río que gana velocidad y se vuelca en un mar de nubes ordinarias, lanza una mano gris hacia la altura.

Desde este balcón antiguo, la luz moldea una realidad incesante, una lejanía
de modo, la forma desvestida, desvivida, hecha pedazos por el tiempo. Los hombres van y vienen, se abalanzan
contra el fuego como si hubiera otra manera de morir. La poesía enseña su tumba amarga,
te coge de la mano por las calles románticas del cementerio, te conduce a un lugar.

Hay que morir despacio, mientras se lee, después de haber leído; hasta ese momento –tan elegante– de la desesperación,
la desaparición, el truco definitivo del artista que eres. Desesperar el Arte, desesperarte y volar, la mente
puesta en el suelo que se hunde, el reloj que acecha.

A posteriori, así es como se entiende mejor, como se trazan las páginas; la poesía es un acto seguido,
una resurrección más llena de significado, más de caminar sin estar vivo,
hablar lenguas extrañas largamente olvidadas, escribir en la puerta del retrete una canción de Dylan, al estilo de Dylan,
y ganar el premio adolescente. Algo divertido en esta tierra extraña sin lengua nacional. Tú,
escritor nativo, luminoso igual que un sol de fantasía,
forzado a la pirueta luminosa y nativa, al engaño de Whitman y la ferocidad de los exégetas.

Damos vueltas por la bohemia con una botella de litro que se acaba
o se eterniza, según la estación. En el andén los trenes reposan en familia, domesticados e intactos, hartos
ya de su comida de roca, su desayuno lunar. En el alma, un lupanar abierto, el gran desorden de las malas intenciones,
la dispersión fijada por la naturaleza. Y se va escribiendo el poema a grandes rasgos,
rebuscamientos y funciones que trabajan en pro, con entusiasmo digno de su entrega, reiterándose
a cómodos impulsos, instalados en la facilidad de su misterio.

En el ala estúpida de un pájaro caído se halla detenido el poema (y su circunstancia). En el charco
hondo y supurante que busca la herida con ahínco; así está en la mancha oscura que aparece durante las noches de estudio,
en la proximidad de la calle que nunca termina de acercarse a su postal, no acaba de llenarse de aceras
monstruosas. El verso y su propiedad conmutativa, ¡ah!, su grandeza.

Se alarga sin motivo y sin haber dado muestra, es un revuelto que resuelve;
duele en la matriz, se acuesta como una flor. Aquí su recta vía se bifurca; por aquí se despeña. Nadie lo ve caer
porque nadie ha descubierto su destino: en una sola vida, el mundo paraíso.




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