lunes, 25 de septiembre de 2017

Ángel 5


Sonríe, se siente amada, Ángel tomando el té. Su pasión es un despiste,
se ha perdido hojeando el diccionario. Calibra con sus versos instrumentos míticos, labra con sus besos
un campo sembrado de arlequines.

En prisión, con todos los complejos ajustándose,
asustados como golondrinas fuera del poema, trazando una órbita pasmosa alrededor del castillo. Cualquier Princesa.
Cualquier Ángel deportado, detectado como un misil
inteligente, divino proyectil dosificándose sobre la noche pulcra y arbolada.

Observad el megáfono triunfal, acostumbrado al reggae
botánico de la gente hermosa. El Ángel sonríe porque está de paso, porque piensa estar solo durante
una (sola) eternidad. Para dios, el tiempo es un cuenco de sopa inconsistente, un vino aguado, es una estrella que pierde
soledad. Y los días se confabulan con una fuerza destructiva
que al final necesita amanecer.

Todo es forma, se degrada constantemente; el mundo es como una oreja gigante, una nariz que aumenta
de tamaño. Algo que crece hasta desaparecer, hasta incomunicar la realidad.

Como es lógico, el Ángel se enamora de un formidable irreal. Como es lógico, el poeta cree en el amor del Ángel,
no en el amor de dios. El amor es una práctica paranoica que exige.
Concentración, ausencia. El árbol fundamental posee una raíz celosa de su belleza, no de su felicidad. Dios
alardea pero no muerde: ha destinado tantos profetas
al espacio que ya no alcanza a disponer el pasado de un modo convincente.

Nadie conoce el futuro del Ángel, salvo el primer verso del prójimo, la canción
siguiente aleatoria, el continuo literario que no para de engancharse a las páginas tiradas por el suelo, de suceder
tras las cortinas fucsia de una casa arruinada por el arte.



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