sábado, 21 de octubre de 2017

la poesía es un medicamento del estado


La soledad es un bono del estado, un traje emocionante, es un discreto
escándalo, un trío de jotas, no va más. La soledad es un expediente con mala reputación, una farsa sin testigos,
una arcadia desierta. Depende. En cada lugar existe un protocolo
averiado que tal vez desmonta una pared de espejos o da trabajo en la trinchera del ferrocarril.

Dejando el agua a un lado, de lado las olas tan morbosas y su espuma coral, su desconcierto,
arrumbando la caricia marítima y el desembarco, el descubrimiento y la comparación, la sequedad asciende por los siglos,
dormita en una nube peligrosamente oscura.

El agua es un maravilloso condimento: es obligatorio prescindir de sus servicios para conseguir un epitafio
homologable. Los náufragos padecen el ansia colonial, llegan siempre a una playa común,
un espacio profundo. La profundidad es otro aspecto interesante, digno de estudio, que no tiene que ver con la palabra.
Dar sentido, formar un engendro inteligible, evadirse del filtro del idioma y consignar una buena
mordida en el estante más alto de la biblioteca pública.

El arte viene a ser inaccesible en según qué condiciones; entre la maleza y los críticos
arbustos nacen secuencias de gran virtuosismo plástico,
virguerías como vidrieras y cristaleras góticas, repujadas también. La pintura
oculta las faltas de la cosmología, realza un duermevela, un sueño a medias, riela como una luna de papel albal.

Es un segmento de fortuna; en el parque se puede no estar solo por azar, con seria indecisión. Se puede
siluetear una frontera apacible (sin francotiradores a la vista). El parque es un mundo ajeno,
fuera del río, detrás de dónde, incluso en las inmediaciones, alrededor de alguna posición remota: las chicas
desconocen su emplazamiento exacto,
pero quedan allí para ir al cine.

Sin futuro, la puerta queda de par en par, desvencijada como las ventanas de aquel monasterio flotante. Resulta
que el futuro es un palacio de humo, la hoguera que mide los ingenios. La gran pantalla exhibe un rato de vida,
resonancias menores de un espejismo incógnito.

Han hablado los santos, se han reído de alguien, han parodiado la inercia
moralizante de los estetas, el vínculo literario que conecta a tantos héroes clarividentes, gente
moderna con una historia al margen. Cada palabra es una píldora
distinta, y no cabe en la boca. La poesía es un medicamento para el asma. O un barril de cerveza, qué más da.



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