miércoles, 22 de agosto de 2012

los atributos de mi exilio (y VI)


La soledad es una industria pobre.
El socialismo en un solo país.
Es como la estampida de uno mismo.
Es declararse ante el espejo y ser rechazado por los propios ojos.

La soledad es madre (y trampa).
Es madre y obliga:
           
            (¡Tom Sawyer!) a repintar la valla de amarillo,
            a profesar la religión que sea,
            a repintar la valla de amarillo.

La soledad es un desierto urbano.

A mí, me obligaba a saltar por la baranda,
a reunir mis juegos y a ponerme los zapatos porque sí.

La soledad es madre del exilio.
Empieza a serlo cuando están contigo los amigos del alma
y te rodean los familiares y amigos;
cuando ya no estás solo,
la soledad comienza a darse un aire del exilio,
al exilio,
y te divide en un millón de caras,
te vence sin esfuerzo.
A mí me tiró al suelo cuando estaba rodeado de amigos
y puso sus rodillas sobre mis brazos inmovilizándome por completo:
no es que su peso fuese de oro,
pero algo sabía, y sabía qué hacer para tenerme.

La soledad es trampa ni cartón,
un hoyo muy profundo allá en el monte,
un hoyo en el que tienes que caer,
el puñal que se afila en la garganta
(la trampa que te hiciste jugando al solitario).

Así que deslizó más por lo bajo el enigma de las tardes de verano,
y también se avergonzó de mí
y me agregó como un blanquísimo rubor de escena,
una vergüenza capital y sorda como un espejo sucio.
Me fue desalentando. Me fui desalentando.

La soledad es un recién nacido llorando en la escalera de tu casa. 

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