miércoles, 28 de agosto de 2013

para ella




La flor iridiscente ajardina ella sola una parcela romántica.
Se mueve y lo parece por un recto camino, la senda entablillada,
pedregosa que patean los gatos. El hambre tiene nombre
de mujer y la flor espabila y finge una coraza, funde su patrimonio
de colores vigentes, de colores consortes que son malvas aumentados
en la idea del rojo carmesí, por el ojo coral de la cereza. Es color
cuando sufre las cadenas, temporadas adustas bajo el cuerpo radiante de la noche.

Elige unos labios pretendientes, el labio de la novia, superior y elevado a los altares.
No tan fiel como la rosa que erradica la hierba,
ni entregada al arisco caparazón del viento como nueva amapola;
simplemente presente y sin aroma, tan solo ausente de sí misma y su poema,
su recital inverso, desde la palabra hacia el silencio, desde el color al eco nocturno
de una sinfonía ciega, el hueco de la luz.

La flor iridiscente alejandrina y vana, en vano sin medida, desestabilizada,
precipitada, huida por el camino recto, la senda polvorienta que nunca transitaron
los carromatos alegres.



Es para ella. Toda flor para ella. (Todo es pequeñoburgués*). El mundo se retracta
de la revolución, de las revoluciones, del Amor.
La flor iridiscente en entonces para ella sin amor. Es de un amor confuso
que a nadie representa. La flor solamente representa
un color abierto a diferentes interpretaciones, un rayo de luna
abriéndose camino en un trigal domado por el sol (en confianza).

Pero ella no quiere flores en el pelo, apenas siente la comezón
tan interior del beso, ese picor ausente en las partes del alma.
Ella no quiere flores apagadas, prefiere la sonrisa de los ojos cerrados,
la caricia de la voz que desperdiga anuncios luminosos,
el absorto perfume generado en la tierra más estéril.

Prefiere la sonrisa del gato, el espectáculo de la contemplación,
un ardor cósmico en el campo profundo.

La flor iridiscente calcula su importancia, el tiempo
necesario para cautivar, el tiempo agónico que precisa su azul considerado gris,
el cielo que le falta para llegar al cielo, para tocar el cielo con la sombra
de un beso.


* Entresacado del libro de Alexandr Herzen, "El pasado y las ideas", citando a Emmanuel-Joseph Sieyès. 

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