martes, 6 de agosto de 2013

el beso


                                                                                              Y tú besando a la rosa...,
                                                                                              ¡qué redundancia, qué exceso!
                                                                                              Junto al matorral espeso,
                                                                                              tu mente maravillosa
                                                                                              pensando una sola cosa,
                                                                                              solo pensando en el beso.
                                                                                              (anónimo)


la balada

La mañana se desprende del cielo harta de color y encanto.
Fuera de la ciudad, fuera de sitio, o tal vez en el grandioso parque
sin fronteras, próximo al rincón secreto de los mejores cálices,
al lado mismo del camino estrecho que lleva al corazón de un bosque
que no tiene principio y sí un final y una salida oscura,
donde los animales son domésticos y los árboles posan
para el curioso lienzo del miniaturista, en las inmediaciones del jardín
que contiene tres fuentes de agua dulce y un estanque con sus peces apáticos,
se levanta un castillo de altura considerable, tal que alcanza el vientre de las nubes
rezagadas y turbias, protegido por un foso de anchura inofensiva y profundidad fatal,
cuyas murallas de serena piedra, bien conocidas por inexpugnables,
conectan cuatro torres imponentes visibles a leguas de distancia.

el rap

Nada extraordinario. La joven de cara morena y pelo acrobático
tan tupido de rizos nunca dorados y sí blindados de charol corriente
condensa su actitud polifacética y acerca su perfil ambiguo al arbusto desgreñado.
Ha salido por la puerta grande de la fortaleza -ella en acción-
desarrollando un mito a partir de su cintura térmica.
Repiquetean sus botas por el empedrado, la senda lógica
que conduce al estanque rodeado de aristas y flores intratables.
El suceso se resiste a ocurrir, quizás a causa de la inanición del aire
que necesita una canción de despedida y cierre, un himno transitorio,
iniciático, voluble, con volumen y núcleo, volcánico, con la melodía en ciernes,
la letra en parihuelas, el coro a medio gas y la banda constipada de lo lindo.
El suceso, que tiende a ser horrible, todo un acontecimiento,
solicita una garganta sana, una cantante bella y luminosa, por si acaso
la noche rompe la intensidad nerviosa de la tarde que transcurre sin motivo.

la balada

Fluye un río tranquilo de horas agradables. La Princesa -así ha de ser-
surge como la conseguida encarnación de una Musa receptora,
vaporosa y flexible: a falta del arpa, una guitarra blanca en bandolera
-guerrera pertrechada para la armonía- y una nube de mariposas limpias
revoloteando alrededor de su cabello como una diadema viva, iridiscente.
Ya se escucha el manantial cercano y el ruiseñor apura su primoroso turno.
Ella vacila con elegancia y ritmo y se detiene de pronto, víctima del rosal policromado
que de improviso la intercepta con su arrebato lírico, 
su apelación cortés al suave despertar de los sentidos.
Cautelosa, desliza su delicada mano hasta sentir el incitante tacto de los pétalos;
se humedece su boca y sus labios resuelven dar un tímido paso hacia adelante...

el rap

La joven de aspecto laborista es proclive al indulto de las flores.
Junto a las ruinas, el rosal aparece con su tristeza y su debilidad de carácter.
Hay un choque de vehículos estéticos, un choque cultural de claras proporciones.
La chica no se quita los auriculares ni apaga el cigarrillo rubio sin filtro,
da una calada y observa la vistosa planta sin demasiado interés,
con un punto de irritación ante el cretinismo de la naturaleza
y su inclinación a esa belleza gratuita, atronadora y tan poco elaborada.
Nada en contra del trabajo sucio y subterráneo de las plantas,
de su estresante búsqueda de liquidez y brillo, su dependencia,
aunque ella prefiera la permisividad de las sombras al detalle constante de la luz.
Y, sin embargo, arranca de cuajo una rosa especialmente rota y ya gastada
como un vestido desgarrado y viejo y, con la mente en blanco,
la lleva hasta sus labios pintados de malva para dejar caer sobre ella un beso
breve e idéntico al que, de mala gana, le da su madre todas las mañanas
cuando sale de casa para ir a trabajar.





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