viernes, 6 de diciembre de 2013

naturaleza interior


Dentro de la piedra subsiste el arco, la columna alarga su cuello dolorido.
El adoquín invade la calzada. Hay una arqueta abierta para meter el pie
bajo la estricta vigilancia de las aves. El semáforo rabia su color de otoño,
se rompe en un destello anaranjado, su caminante avanza como un ejército
de una sola vez. La voz hace a la madre que pregunta o llama a cualquier niño.

Los niños no han empezado a jugar todavía cuando un hombre con muletas
se sienta a fumar en la plaza. Frío. Los árboles tiritan en estado vegetativo,
su desnudez estoica es cuestión de estaciones, un problema vernal.

En un momento dado podría producirse un atropello flagrante, un accidente,
por accidente, por descuido, un animal que cruza, un perro que ladra, un anciano
que no oye, no ve, un niño que juega cuando todavía no es su hora
porque es la hora de los hombres con muletas que fuman sentados en la plaza.

Un tipo mal encarado sale de casa y se santigua tan rápido que solo dios lo ve,
precisamente hace el gesto, gesticula de esa forma antigua y religiosa para esconderse
de dios, pues es un hombre terrible, un ser apocalíptico. No llueve. El calor, sin embargo,
es cosa del pasado, como la sangre del último atropello, que ha desaparecido del asfalto.

Una ambulancia pasa ronroneando sin dar la serenata, pero no se despista y va
mirando a todos lados, lista para desarrollar su actividad filantrópica, preparada para el desastre
personal, articulada para el llanto y el crujir de huesos. Ahí tenemos
al policía enfundado en su cartuchera y su placa; su rostro inescrutable un muro
para los mutantes telépatas que tratan de introducirse a hurtadillas en su mente
oficial, leal y ejecutiva (ayer entró en acción y el cráneo del presunto hizo su ¡crack!).

Hacen falta más semáforos, más niños, más tullidos, más agentes de la ley, más cráneos
pelados dispuestos a partirse en dos como melones jugosos en aras del bien común.

Capítulo aparte: las chicas que pasan de largo como ambulancias ciegas, una en particular.
Rama sube por la cuesta con su mochila a la espalda sin esfuerzo aparente; sube por la calle
empinada jalonada de árboles que tiritan su desnudez perruna, aguanta el frío
rechistando un poco hacia el silencio. Pasa por delante de la iglesia. Pasa por delante
del colegio y la comisaría. No se persigna ni se santigua ni declama credo alguno
ni se inventa un palíndromo alocado, tan solo finge una palabra que significa adiós
cuando se cruza con algún desconocido.

Dentro de la piedra hay un secreto lanzado al centro del lago,
o del círculo máximo formado en la acera para que beban los gatos.
Rama conoce el estallido, el látigo del mar furioso que restalla en la distancia,
la detallada crema de las olas. La tierra se retuerce las manos para entrar en calor
y es una nube de polvo intratable dispuesta a penetrar fosas nasales, bocas,
globos oculares, como si solo fueran espacios vacíos, capaz de tragarse el vapor.

Naturalmente, el rap es la banda sonora del parque, el hilo musical del descampado.
El hip-hop es lo propio y se puede bailar sin moverse del sitio, con las manos sueltas
o la mera actitud.






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