martes, 10 de noviembre de 2015

desaparecida


Tapias de ladrillo rojo, acento cockney y las caras cuadradas de los tipos duros. En el barrio
no hay droga o solo hay droga. Las chicas pasan y te dan un puñetazo. Al lado de la puerta del pub,
en el asfalto, florece un piñón de margaritas a la luz de la luna. Jessie pasa y te rodea
con ese pelo negro de profundidad variable. A los veinte metros
de abismo comienza a verse la luz. A los cuarenta, la luz se hace sonrisa y entonces
brilla como un planeta lejano.

Hay un desierto en sus ojos con espejismo y palmeras, es por el calor. Es por el color de su mirada,
la riada que sonríe entre sus tiernos lóbulos; esa pequeña mandíbula creciente,
dientes nacarinos, nada sucios, blancos hasta el paroxismo de la belleza. Su voz también es tropical, nada típica,
nada conservadora, una voz con conciencia de clase.

De vacaciones en España, cerca del sol; pero su piel tan clara. Quizás la Costa Azul, mejor la costa
de la muerte a doscientos kilómetros por hora, lanchas rápidas cargadas de misterio. En el Casino, Jessie
enamora a varios croupiers que dan las cartas al revés o dan
una mano demasiado floja y desatan las iras de la empresa; ha ido a Mónaco y las princesas se han rendido
a su encanto proletario, a su primera línea que borda las canciones. En Cannes, las estrellas del cine
más fotogénicas le han rendido su cetro y su destino,
le han cedido el micrófono como en la batalla del rap (ella promedia un labio por escena de dolor).

No es obligatorio. El español no es el idioma del milagro ni el de la perfección. Ahora, el cabello no es negociable,
porque la oscuridad tiene sus reglas. Y sus letras son tan extrañas
como acuarelas de cartón piedra, juguetes de latón, chapas de bebidas refrescantes
y un montón de piedras afiladas por las lenguas de agosto. El prodigio muestra su terquedad de obrarse en cada esquina,
vertiginoso como el agua potable; once pasos a la izquierda del arpa, hacia arriba, doce
peldaños de aire.

La casa tiene su escalera y sus macetas, cortinas viejas de color acelga, sus barandillas forjadas,
sitios para compartir un sorbo de reloj, sitios cuadriculados por igual, marcos espaciales,
para no extraviarse por la nube radial y sus contradicciones.

Esta lluvia es función del día más hermoso. Jessie ha salido a pasear en su descapotable y ha llegado
a Manhattan sin girar a la derecha. Su libro sabe a Dickens, la rosa de su pelo
es otra flor. Las campanas voltean en los árboles de la central y un tren que vuela y se consume en la tierra. La ciudad
se quita el sombrero con parsimonia y hace una reverencia. Ella sopla su flequillo
metálico y funde el mar con un suspiro, funda una misión allí donde no llegan los dólares del arte,
canta y desaparece. Desaparecida.




2 comentarios:

  1. Todo un canto y relato a un lujo de cabello, negro.

    Buenas noches, Esteban

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias por pasar, Emma. Es cierto que trato de relatar, de contar una pequeña historia (a lo mejor/peor siempre la misma historia) cada vez. Me alegra que te haya motivado a comentar. Un beso y gracias de nuevo.

    ResponderEliminar

Seguidores