domingo, 10 de julio de 2016

obra inacabada para el último gorrión


Se repite el milagro, se repite el poema, se repiten. A veces, la calle en el sueño es más larga,
intrincada, esconde fases de luna, nichos de impiedad. A veces, los árboles no dejan
ver el campo que se extiende furioso y sin contorno, magnético y oscuro como un polo o una mirada
baja, hondo como una dimensión testimonial. La soledad existe para
ella, que sobreactúa en presencia del último gorrión, planea su entusiasmo mientras trenza su cabello
a partir de un pecado ejemplar. La calle se traduce a un castellano
ausente, doblado por artífices sin tiempo que perder. Jordan averigua el censo del poema y lo interioriza en sus crónicas;
habla con un torrente de voz exagerada, no se hunde jamás.

El proceso relativo a su Amor es un rompecabezas, un trabalenguas;
acaba a la puerta de la prisión federal, el edificio más sólido de la ciudad en llamas. Un ángel
sigiloso –que habita el aire encogido entre dos saltos– ha descargado
su certeza sobre el color subliminal del parque y las misiones han abierto sus brazos al concilio de un sol
menos azul. El milagro entonces se ha reasignado
hacia la misma industria emergente que aflora el infinito con relativa
paciencia: Jordan se hace cargo, como es de suponer. Sus piernas
dicen que la vida es larga, su pelo escucha, sus ojos hipnotizan fieras, forman en círculo,
se ablandan. La miseria tiene que caer con el estruendo
de una cadena, el hierro de una fuerza primordial.

Han creado una física absurda (los autores), una magia impotente.
Sus versos son el cableado que recorre la tierra como una espiral de huesos. Pero ella solo necesita su imperio y un ocaso
roto en mil cintas plateadas. Busca por el suelo su egoísmo
(que es el alma). Y sobre ese tropiezo edifica el error, la poesía del fango, el noble precio de la simetría. Ha pagado
con sangre por un acto de amor; su felicidad conspira contra el odio que fecunda las nubes.

Llueve con la mañana entre dos frentes que parecen iguales. El milagro significa la reiteración del deseo; este cartel
anuncia: atención, se reza. Y las chicas lo estudian con descaro, un poco de miedo. Su oración
viene de un simulacro de vientre, un ramillete de promesas inexactas, se desplaza en persona por el lienzo fugaz
de las lamentaciones, acerado atavismo que resiste el abrazo del fuego.

Antes del beso, Jordan se molesta. Ha robado una cámara de fotos y quiere su instantánea
del Amor, pero hay una paloma en el tejado, un lobo en el escaparate. La noche es tan espesa
que dan ganas de borrar lo escrito, de tontear con el impulso y conjurar el riesgo de atreverse a nacer con otro nombre
–ávido soplo– que se decante por la injusta belleza del vacío y vuelva a pronunciarse
dando fe del futuro que se aleja.



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