lunes, 1 de mayo de 2017

espejismo número uno


Fue mirarse a otra luz, vislumbrar el nacarado destello de su aliento, ¡naturaleza
minada por el arte!

Era el último espejo de agua fresca, túmulo postrero de la claridad, un secreto plateado;
dulce estaño engarzado en la madera, tenue ondulación. Aquel retablo
nuevo. Y cuando todavía el aire servía de columpio y las nubes no presagiaban el olor de la lluvia, la fortaleza
del viento… La hierba sepultaba la infinidad
abrupta de la tierra y los árboles desplegaban sus alas de magnífica sombra sobre los arroyos y la roca.

Viajaba el sol hacia el color del horizonte con su baúl repleto de agujas
y valles transparentes tejidos por una catarata de umbrales, trinos y reflejos dorados; el terciopelo
despertaba la inocencia de las bestias y los caminos salían al paso tan seguros como templos escondidos.

Ella se miró en la quietud del líquido puro, el extraño letargo, la inmovilidad
paciente del estanque; bajo una sugestiva melodía, los pájaros volcaban el vertebrado espíritu
de su entereza, su bautismo de escarcha y resplandor. Ah, no sonaba aquella voz antigua extraída del anchuroso delta.
Ni las atalayas abandonaron el alba en fila india lamentando su destino funesto.

Gris no había nacido, quizás, de aquel vientre hinchado de la hambruna. Ni la poesía odiaba la profesión de la noche,
el aseado ascenso de la forma por encima del concepto elegante y preciso de la otredad (resonaban, por cierto, los timbales
–océanos del ego–, el teatro insufrible que precede al realismo escénico y su morbosa nostalgia).

Incrédula, antes de haber realizado su primer milagro completo, de haber
amado la soledad nocturna, la ignorada abulia de los manantiales, la fe de las estrellas,
Jordan observó su propia frente laureada distribuida en llanos rociados de espuma, sus labios entreabiertos,
su alta boca, cancionero de llamas, puritanos relámpagos y velas jadeantes,
faro solemne de todos los besos increados,
espalda del amor.

Oh, y contempló allí su corazón oscuro alzándose del alma, dejándose caer
hacia la nada misma que vertía sus ojos demacrados en el mantel celeste, y recordó el momento de la sangre
y supo que la verdad no era tan bella
como la pálida imagen de su pena inmortal.



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