lunes, 23 de julio de 2018

última cena del renacimiento



Ha cambiado el mundo, se ha comprimido como un aparcamiento vacío; en el Parque la información
ya no acapara redes, el aire ha dejado de ser un hervidero de ondas y partículas cargadas de ingenio, todo esto
significa. Verde es el nuevo Romanticismo, hilo de la Naturaleza, la visión onomástica del espacio
constante. Renacimiento quiere decir el acabose, la constitución inarmónica de una hiperrealidad estimulante,
un lugar o época carente de músculo, huérfana de maquinaria y reparaciones. Estamos ante una pared tan alta
como la misma sombra del aquelarre moderno, de modo que no resulta extraña la proliferación de ingenuidades,
vuelta a las estrellas y su cómodo aislamiento, su alevosa nocturnidad.

Jordan ahora mira al cielo como antes se miraban los escaparates de la gran ciudad, pasa su mano por la hierba
neutra y cardinal con el mismo gesto duro de los apostadores. Tal vez se haya permitido unas vacaciones,
un mes de desencanto extraordinario para dormitar bajo la luz glorificada de las catedrales en ruinas, los edificios
pardos derruidos por el viento y los críticos espasmos de la noche.

Tiempo para reconocerse, cultivar su cuota de señalamiento, esquivar el meteoro tardío del olvido con su carga
de malas vibraciones.

Donde la música perece el humo se eleva más famélico: es el signo de la humanidad; los cubos de basura han calculado
la densidad de las sombras, las llamas brotan como ramas artificiales, estigmas de la oscuridad: vaya situación
insostenible. Pero Jordan acaudilla un abordaje de súbditos armados con arpas y cuchillos de cera, oh, lívida
facción de comandantes, todos con una estrella en el espejo. Su razón es el mérito de su belleza, tan inhóspita y feliz,
tan híbrida en su mitad deshecha de palabras, su lengua vana e inexacta.

No necesita fórmulas vitales, ni valentía, ni accesorios complejos, solo una fuente que acaricie su espalda, un beso
torpe comunicado en la virtud del sueño, pisando firme el territorio de la duda. Su ser romántico
estimula el sereno ambiente de la guerra con metafísico desdén, contempla la destrucción de las civilizaciones
con secreta amargura, mientras el amor prolifera la incurable herida del deseo, la muerte extiende sus alas
sobre el baile y la enfermedad, devota del arte, se incauta de la fuerza de los ojos y el seco ímpetu de la respiración.

Jordan detenta el monopolio del mensaje, su poema es divino, su voz es un vehículo que abarca continentes
–eco y manifiesto, espíritu y canto–, su color es el negro que habita en la ceniza, sus manos reflejan el poder, pues no existe
silencio como el suyo, ni elenco ni guardia pretoriana, ni procedimiento, ni atrezo ni paso de ballet, ni gesto de otras manos
inocentes. Ni familia con flores sentada a la mesa plegable de la reconciliación.



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