lunes, 25 de febrero de 2019

el polvo que silba en los zapatos


Quién habrá edificado el amor. Ella sonríe y se viene abajo
cuánto amor. Su sonrisa es la única del mundo, la única que sufre. Trae su luz; esa luz
es como una niña pequeña con su pañuelo de flores, junto a la fuente que vuelve a caer de pie
sobre la tierra, es como una niña pequeña con su vestido de flores, o su vestido
blanco hecho de espuma voraz.

Ella sonríe y abre un hueco en el espacio por el que entra la luz. Su piel
retiene años de luz, segundos rutilantes bajo la noche eterna, bajo el tibio firmamento que anuncia su caída
y la pirotecnia de su renacimiento, el fulgor imperfecto de su marca. Su piel es un contrato con el cielo
(así estaba escrito).

Qué libro no agradece su respiración tan ardua, su aliento
imprevisible, compendio de faringes, fosas nasales como sepulturas de una sola sangre, escaparte de huesos,
manto de corazones. Al alba llegan los fusiles y nacen los héroes,
la flor y nata de la nación del aire, la que deja sus huellas en la Luna y desbroza el sendero
hasta la casa encantada, la que muere de pie, vuelve a caer de pie
como un poema herido lleno de vendas y sal.

El Ángel no es un Ángel, no vive en la ciudad de Los Ángeles, no recorre la Avenida con las botas caladas,
el vestido andrajoso y feliz, no retoma la calle aquella de Roma donde cesó el poeta,
no corona las cumbres apagadas del Bowery ni mendiga en un horno de Mumbai. Su voz
es un repique de tormentas, sabe a limonada y tiene el sabor oculto del silencio, la brillantez del hábito estelar,
la honestidad del polvo que silba en los zapatos.

Ella es campana a la hora de comer, cuando la blanca paloma
surca la población alada de los monasterios, da los buenos días y los buenos aires, arde en la pira
imparcial de los viejos doctores. La poesía ¿qué sabe?; de ella, apenas una sílaba completa, apenas
un resorte inapreciable, una instantánea de su boca experta; todo ese nácar se resiste, no alcanza el primer plano
ni figura en la imagen nativa que retumba en la perla de un lago de montaña.

Está en el puro instante del amor, donde el verso aloja un fantasma de cuello amoratado,
un labio roto en mil sábados de hierba, un sorbo de entusiasmo y de crecida, un caudal de palabras
largas como la voz del puerto, sobrias como el faro que responde al presagio de la claridad
con auténticas salvas de noche desterrada. Ha edificado el amor en una ciudad vacía con un poco de barro
y una balsa de lágrimas derramadas en vano. Ya resiste.


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