domingo, 1 de noviembre de 2020

nada de amor

 

Cada poema, un yo confieso
extenuante. Contaminante. Otra vuelta de tuerca a la ordinary people. Nadie espere sino la mera
descripción de las vacilaciones, nadie espera un memorial de agravios, ni un ajuste
(fino) de cuentas con la naturaleza, con el estado civil, con la memoria: solo la mentira
tiene valor.
 
Se infecta la novela de una enfermiza normalidad, nos aturulla y malcría (a la crítica
le encanta). Ese arte confesional tan poético y falaz en su verdadera agrimensión, tan poco milagroso,
tan rotundamente rupestre, plano y miserable. Ah, vidas a propósito,
universales, magníficas vidas generales, generalmente
aplicables a una pléyade de situaciones unánimes. Aprendemos, así,
a comportarnos.
 
Nos comportamos como peones gombrowizianos, tímidos profesores ferdydurkescos,
escondemos nuestra acrobática angustia real
en el armario enorme de la literatura y desde ahí espiamos a las tiernas colegialas, a las parejas de hecho,
¡a las lesbianas! Es nuestra vocación
novelesco-detectivesca, nuestro espionaje vocacional; nos vamos de vacaciones
con una novela gorda y aspiramos a la felicidad de los golpes de pecho.
 
Es la fragilidad de los autores, que se la pone dura a la crítica moderna, la fragilidad de las autoras
sin miedo a exponer ante el mundo su esmirriada personalidad, su raquítica
fisonomía intelectual.
 
Cada poema, un yo acuso, una enormidad con vistas. A la obtención de una ganancia
en forma de título nobiliario (galardón literario), una habitación con vistas al paraíso editorial, una salida
digna a la vorágine caudalosa de las buenas intenciones.
 
Nadie espera sino la redención en forma de palabra falsa; esperamos la mentira
piadosa, el cachete en la mejilla, la colleja vitalicia, el esperpento en varios tomos de lívida
gramática sin lamentaciones, volúmenes compactos como bloques de hormigón. Nada de religión,
nada de poesía. Nada.


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