jueves, 21 de junio de 2012

ningún amanecer


El poder se aprovecha de nuestra frágil memoria,
nuestra memoria selectiva
e inútil,
como si no supiéramos que nunca fue dorado ningún amanecer,
que, en verdad, el amanecer tiene un punto de sangre,
una flecha radiante y un silencio espontáneo.
Hemos olvidado la pobreza de los pies hinchados,
el hambre.
Nos cuesta acordarnos de otra enfermedad que no sea
la del odio que carcome los cuadros inmóviles,
de las enfermedades que trajeron consigo nuestra ruina.
No sabemos decir qué pueblo fue arrastrado a la barbarie,
cuál fue derribado y arrastrado por el fango,
qué pueblo fue tan deslocalizado, tan cegado por las flechas del exilio,
qué pueblos sucumbieron y cuáles fueron a caer más tarde,
dónde radica la debilidad del poderoso,
cuál es el punto débil del más fuerte,
del terror que apresa y crucifica, que tortura y sonríe,
golpea y canturrea una canción de amor, golpea
y se come una palabra con un vaso de vino.
No. Hemos olvidado el régimen
que nos hacía andar descalzos
o nos daba zapatos de madera,
que nos hacía cantar en un idioma mortífero
o nos transportaba como mercancías no perecederas.
Nos cuesta aprender de nuestros fracasos tanto como de nuestras victorias,
de nuestra sangre tanto como de la sangre del enemigo salvaje,
su bilis ponzoñosa, tan venenosa como la nuestra pero más ácida,
más caliente, calcinante, más negra, un humor caótico
diferente del que nos anima y reconforta,
distinto del beso de la madre, del abrazo del padre que reconforta y ahoga,
del beso de la madre que es un beso muerto.
El poder se nos ríe en nuestra cara de sapos,
e inflamos los mofletes para escupir una sacudida turbia,
un espasmo concreto y enfermo, sabedores de su omnipotencia y de nuestra rabia 
que se esparce y se contrae como un muelle lustroso de orfandad
terrible.

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