lunes, 16 de septiembre de 2013

de repente, un delfín


Para el observador, toda la luz es un pasaje hacia la nada,
un paisaje portátil.

El parque está refrigerado; los animales burlan las leyes
de la naturaleza. Él observa desde su atalaya. Impertérrito,
desgrana su repertorio de miradas sobre la intensidad del verde
casi azul. Cuando la niña atraviesa el recodo, la registra de un vistazo
y anota el estampado de su vestido en algún recoveco de su materia gris.

Los sonidos brillantes tampoco pasan desapercibidos para el hombre.
Un mirlo atenúa la soledad del instante con su canto circular,
un jilguero resucita de entre los muertos y arrulla el momento álgido de la tarde.

Los autos vaticinan el escándalo futuro, inundan el espacio
con largas humaredas. Cierto bosque ha desparecido del cuadro
despintado y vuelto a redondear. Ahora, existe el mar y la playa accede
a un lugar de la memoria. El oleaje ensaya su ballet parlante,
baila con las manos enguantadas en luna, disimula su cojera,
se marea.

Para el observador el océano es una caja de sorpresas,
la caja negra del avión en llamas. Nunca ha visto un delfín
y lo desea ardientemente, es su único anhelo. Él, que ha presenciado
la destrucción de las ciudades y ha sido testigo de la maldad absoluta
de los dioses, solo busca un centímetro de paz
en la aleta dorsal de un tiburón simpático.

De otra forma, el parque recobra el sentido y anula su festivo desarraigo,
su vuelo incongruente, desanuda su pie de mármol, suspende su estatura
y vuelve a ser marco perfecto para los sueños de siempre.






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