martes, 3 de septiembre de 2013

sin dios


Sobre la roca negra, proyectaba la noche su viscoso abismo
con descollante pericia, rumor de fantasía;

nubes verticales diseñaban un caos retrógrado,
arañaban el limbo recién descubierto por la oscuridad.
            La oscuridad argumentaba falsos recipientes, adoptaba secretos
y los ponía de rodillas en un suelo de grava de cara a la pared pintada de amarillo.

La puerta pintada de amarillo simbolizaba un mundo en armonía con el mundo.
Nada que perdonar, tal vez un crimen más que suficiente,
una intuición hacia el desastre.
            Los niños eran los que veían a dios.

Miraba el niño las alas de dios y dijo: tú no eres dios.
Y ella sonreía y sonrió, y volaba despacio hasta la orilla del río con un ala rota
por la fiebre.

            Entonces fue dios quien construyó el abismo con metódica destreza
            e instaló su industria en el arroyo.
            Y miraba de frente a los ojos de sus enemigos.

La noche robaba el aliento de la hierba o rescataba un soplo de aire fresco,
argumentaba su enojoso diario lleno de falsedades sin retorno;

dentro -en tanto oscuro- reinaba el caos vertical de las nubes mojadas,
la soledad imperativa de quien conoce la verdad a su modo reticente
y es capaz de callar para siempre por una palabra de menos.

Había un escritor mirando a su pasado y un obrero que observaba con creciente malestar
los andamios regulares y las herramientas que esperaban su fuerza de trabajo.

En el fondo, el viento circulaba como un insecto de nueva creación.

El obrero era un dios -cooperativo y todopoderoso- que manejaba el toro
por los almacenes desiertos, naves en tierra; cargaba y descargaba pilas de odio,
toneladas métricas de literatura socialista, carros de perdón.

Era de noche y todo funcionaba sin motor (también los ángeles montados en sus grúas).

Un ángel enorme apenas podía verse a través del humo de las chimeneas,
sus manos como sierras cortando el horizonte,
su alma, una manera de pensar.

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