sábado, 2 de noviembre de 2013

otro ramo de luz


Se derramaba hondamente su ausencia. Ella inalcanzable,
en un tiempo distinto, un día antes de la realidad. Llega la navidad
y ella se mueve, siempre de un lugar a otro, baila por el espacio,
se adentra en nubes árticas, emerge por la boca del túnel, sale a flote.
Su faz, su rostro, es. Al efecto, su rostro es una máscara elevada y doliente o
tal vez un retrato de sí. Ella se pinta un corazón entre las manos,
el corazón flota y yace por arriba, sube como una lluvia inversa al cielo negro
y se deja caer, solo la sangre oscura, espesa como sangre, oscura
como la nula noche. Puede que salga el sol que ha aguardado su turno
girando mientras gira hasta el abismo maquinal de la galaxia,
el núcleo perverso que engulle las felicidades, todos los vórtices,
todos los nudos creados por la vida. La muerte reverdece tras la pausa
versal del universo, rima con una enfermedad tan súbita,
con un proyecto de religión sin dios ni diablo, natural.
Los ancianos no saben, mejor no preguntarles, no molestarles mucho
con preguntas nocivas y celosas, es mejor dirigirse
a los niños que ignoran lo que ignoran y de pronto se aciertan por si acaso
con la ferocidad de la inconsciencia. Pero ella, frente al espejo, no se preguntaba,
nunca, a nadie; pues nadie conocía su inquietud: ella autosuficiente, ella misma,
autónoma, autómata con el amor por supuesto entre los ojos cerrados a conciencia.
Bellísima propietaria de un cuerpo sin amor; como el amor mecido,
adormecido, envuelto en la columna probable del aliento, un suspiro mudo.
A veces el amor es un concierto de pájaros sin paraíso, tumulto de gorriones,
sacrificio de palomas, a veces, una vida en silencio, sin risas,
el hueco de la infancia llenándolo todo de destino, un despilfarro
el alma acróbata dando vueltas por el techo, asustando al espíritu.
La vida era un problema cuando había tanto que esperar del mundo
y el mundo se plegaba y no correspondía y olvidaba los aniversarios.
La tarta se quemaba en el horno o no llegaba en su momento;
la tarta de Carver abrasándose en el momento más inoportuno
era la de todos los años, la misma, misteriosa, llamando a la puerta
y encontrando un velatorio, música fúnebre, sin niños ni risas ni esperanza.
Desde entonces, la ausencia. Ella no  muere, ella vuelve a su raíz,
se mueve en su automóvil cromado color brasa y certifica un sueño
por cada kilómetro viajado en soledad, con la familia alrededor,
los hijos que protestan en idiomas extraños, musitando palabras audaces,
pequeños gritos que apenas representan una sustitución, apenas solicitan
la explosión de un abrazo, muestran el ansia, exprimen su libertad.
El amor tenía su precio en ese aula, su precio y su relámpago,
llevaba su etiqueta y su código de barras, su placa de policía secreta.
Era una sabia manera de quedarse en casa hasta las tantas,
como una manera inteligente de saborear el tedio, de aplacar el sudor.
Ella que vive en una casa lejana frente al desierto de la gran ciudad
acomete la tarea insoslayable del principio rector, comienza su periplo
extravagante por las salas de cine, las aceras combadas
y  repletas de aire, los sarcasmos que pasean dos centímetros
por encima del suelo y la humareda. Proliferan antenas por doquier
que espían cualesquiera movimientos anónimos, graban en sus discos
las disculpas, los insultos, las agresiones diarias que perpetra el ambiente.
Ella no suele estar al cabo de la calle, según y cómo venga dado el día,
cuando más corta el cielo y las cigüeñas caen desde su altura esotérica
sobre los transeúntes. Su rostro es lágrima y no se debilita
entre lo cotidiano, con el acontecer pasivo, poco proclive a la solemnidad,
de los sucesos perfectos que parecen medirse contra la planitud del futuro.
Ella es moderna, ella es pacífica, ella comanda un aluvión de historias.
Por alusiones, ella es tan frágil que no conecta con la fama,
aunque doble en belleza a las estrellas y contenga una luz para el destierro.
Al fondo, anda la luz barriendo para casa. Dispara un reflector que alumbra
todo el poema desde el principio de los tiempos, cuando ella derramaba su ausencia,
inalcanzable y se movía por el espacio anunciando un retorno despiadado,
no poético, un retorno estático y tan poco versátil, comedido.
La luz se rememora y transporta un big-bang prescrito, un big-bang hacia el pasado
que claudica, la expansión debida, una materia que se comporta como se supone
que debe comportarse la materia de los sueños rotos: con aflicción, con tacto,
tacto para tratar con perdedores y pobres de solemnidad, caridad y buena cara
para suplir las carencias de una existencia basada en casi nada de amor. Así,
ella comunica su vitalidad, su modernismo, su prosa de escritura fantástica
y sin réplica, su formidable autenticidad, su conocimiento. Así, de luminosa
forma, desmadejando las tinieblas del arte, que viene a ser muy poco claro,
ella blande un desierto en cada rosa y va pidiendo agua. Y dice adiós.







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