viernes, 10 de enero de 2014

espíritu en acción


Ascendieron los tallos dobles miles de metros hasta rozar la huella de una diosa,
¡qué flores! La piedra agonizaba bajo la tempestad, la lluvia repartía codazos
como una vieja novia. En la nube rosa, naranja y crema, la cimbreante joven
bautizada por los sumos embajadores del tiempo sintió el cosquilleo residual del agua
y esbozó el borrador de una sonrisa mientras sus ojos crecían como huecas auroras.

Un viento elíptico musitaba comedias y los pájaros dialogaban su feria interminable;
disponía la luz de un escenario para su efeméride, su elogiado suspiro, y las cumbres
afirmaban el círculo. Del costado elegido brotó una ingenua maravilla, tres pétalos de sangre
que iniciaron un vertiginoso descenso por la longitud aérea de los lirios hasta llegar a la tierra.

Ella, que había imaginado la frescura de las olas, su olor a sal, su dignidad postrera,
temblaba como un sedal de hierba, desnuda ante el burdo espectáculo de la realidad.
Lloraba tanto al principio, víctima del silencio, que sus ojos proyectaban visiones imposibles
y sus labios goteaban alérgicos al tacto oscuro de la soledad.
Grácilmente, burló las alambradas y descargó un rosal de piel tostada sobre el mar abierto,
crestas de espuma bendijeron su paso eterno, el positivo alcance,
la distancia tomada por su aliento que rociaba perlas hacia la rectitud de las palmeras.
Fue la extensión de su fertilidad, el terreno hurtado al polvo y a la roca,
aquel verde frutal, aquella inmaculada solución que irradiaban sus manos necesarias:
un trabajo constante, indefinido, acumulando siglos en un parpadeo flexible,
derramando una pared de historia por el cielo compacto como si fuese miel
dorada y germinal.

Nadie alzó la voz. Un estremecimiento convocado en el aire,
multiplicándose en los brazos cansados, un color de más que venía a resolverse en el eco febril
de las mareas, en la frecuencia solitaria del viento desprendido que barría los templos.

Al instante, un exceso de pureza, una pulcritud asfixiante allanó el transcurso
de las horas muertas que contemplaban absortas su propio cortejo fúnebre,
su desglose en rápidos fragmentos de humo que verificaban la conservación de la amargura.

La divina muchacha desató un milagro por la punta de plata de sus dedos capaces;
su melancolía fue manoseada, difamada y puesta en entredicho por un coro de sombras.
La claridad colmó la estancia y nadie recuperó la vista, nadie sanó ni fue llamado Lázaro,
ningún suceso utópico tuvo lugar. El portento ocurrió en segundo plano,
difuminado y solemne: con estilo cegador, el corazón quedó suspendido en el espacio vacante
desprendiendo centellas absolutas como retales de infierno, atravesado por un cerco de puñales. 
Y la sangre tomó la palabra, gota a gota, a imitación del murmullo curioso de la fuente,
para anunciar que había regresado de su viaje infinito. 





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