domingo, 12 de enero de 2014

la oscuridad del cielo


Sentado ahora en la arena, contemplo el sol, que se desdibuja hasta convertirse en una simple sombra.
 Los rojos casan finalmente con los azules. Pronto la noche nos devorará a todos.
(La Casa de Hojas, Mark Z. Danielewski)


La oscuridad era una goma de mascar.
El chicle que se pega en la suela del zapato, no como una sombra.
En expansión, brillaba la oscuridad como un semáforo ciego. No hacía falta la noche:
a la hora de comer, todos los días se formaba en ausencia. Sus palabras
eran frías y significaban un pozo de quietud, la máxima quietud,
el necesario roce de la velocidad quedaba aletargado, roto. En sus palabras rotas
podía detectarse la noción del silencio, el desgraciado hábito de la sinceridad.

En casa, la oscuridad bajaba la voz, los insectos zumbaban con sordina.
Los padres no pegaban, solamente rascaban la suela del zapato (con violencia).
En el cuarto de estar se hacía un eco a la distancia exacta de 17,2 metros (cuando solo había
tres y medio de pared a pared; cierta distancia gris).
La sensación de alivio que dejaba reseco el paladar.

El bosque tenebroso manchaba de niebla. En su centro tan pegajosa la hierba
seguía siendo bella como antes de salir a la luz. Los árboles pateaban un balón de hojas
o fingían una enramada mágica, reproductiva; menos las zarzas, el bosque entero
cobraba por salir del paso (del laberinto).

Ahora viene la ninfa (¡atentos!). Que podría llamarse de cincuenta y dos maneras diferentes.
Digamos una náyade. Aletargada en su humareda gráfica. No es que escribiera ella
un libro de poemas ni tañera la lira. Era tan sólida (no, Rama no es el nombre de una ninfa)
que venía del sur y no llegaba al mar. Ni tampoco lucía, sino que se dejaba caer
por el retorno, las ocultas veredas cubiertas de ramaje y rosas lívidas.
Era sin nombre un diablillo nocturno, un cervatillo correteando hasta el fondo,
riendo sin parar, sin desperdiciar un brinco, sin escatimar una sola gesta.

La tenemos envuelta en un sudario oscuro, envuelta en un millón de ocasos diminutos
¡(oh, nebuloso precepto, melancólica ley!, ¿qué turbia fuerza insiste en cumplir tu designio?).
El vórtice impreciso se abatía, pesaba sobre los hombros dulces, el fantástico cuello.
¡Desnuda y qué más da si nadie contemplaba su cuerpo!

Era un fulgor contrario, hacia abajo en el tiempo. La fría llama del olvido deshaciendo siluetas,
formulando su deseo grave de inmensidad.




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