miércoles, 5 de febrero de 2014

extracto de pureza


Qué bonita sonaba su piel en aquel vestido africano: remoloneando. Aquellos rizos
leves viajando por el cielo hasta los hombros. El color conocía su color, la piel era más piel
bajo el dominio del fuego; los dedos escapaban al pincel y salían del espejo para siempre,
solo un momento, apenas un instante rezagado, cedido por la eternidad. Sus labios que acababan
de captar un sinónimo culto: el peso exuberante del acento, la sangre
vinculada al signo, la desinencia exacta, el arte mismo sin nada que perder.

Un grito, una canción exasperada, un lazo en la garganta para acordarse del tiempo;
el pecho bombeando aire como si fuera un destino automático, el acto vital
de redondear la melodía, de saberse la letra e incluso la letra del silencio, el himno de la muerte,
que no está escrito aún en otro idioma. La traducción era infinita, un dialecto imposible,
se deshacía el verbo entre las manos vírgenes; la gota de saliva que soltaba chispas
y producía amor en todas partes. Una centella propia acordonando el ojo izquierdo de la noche,
un sótano en la mirada, azoteas surcadas de palomas coronando la frente, águilas en el pecho.
La mente enfebrecida en su carrera, restringidos los fármacos, los libros.

Después del baile, la conciliación. El beso a nadie más, el abrazo suicida, el brazo suelto;
el brazo que se lanza hacia adelante sin asomar el pulso, troceando energía,
catapultándose como un eco desterrado, libre para agotar cualquier hilo de voz.
Su planta estática, ese latir de curvas desplumadas, tangentes, tanto abismo.
La ternura, de fiesta, tras un alud de líneas rojas, atardeceres llenos de memoria.

También su cuerpo alrededor, de visita aquel día luminoso y frío. Cuarenta grados a la sombra
del hielo permanente. La piel más fría que la nieve hermosa, más física que su descenso
arrebolado y seco. Para caer en gracia sin aventar suspiros, sin espacio.
Su cuerpo de un color tan rápido, perdiendo forma, desangrándose a sorbos su silueta,
su especie rítmica estacionada en un redoble azul, su voz pendiente de alguna propiedad insólita,
nuevo don que agradecer a la inocencia, otra falsa virtud que reclamar al espíritu.

Talento en su interior, sobre la fundación de la sonrisa o la cortina eléctrica del pelo;
su cabello en razón, labios armados, sus labios abrasando cada rastro de luz,
cada segundo de arco pronunciado por el firmamento, cada partícula estancada
sumando su atracción universal; ella en su fábrica del karma, precintando un solo poema.

Dos ojos que pelean. Y al comienzo era un salto de piel multicolor;
cuando los ojos transmiten la clase de éxito que sucede al dolor y los versos no hacen falta
para delimitar el recuerdo ni reportar el ansia, entonces, la soledad es bastante, es necesaria,
la soledad es tan clara como un vaso de agua y el amor es un líquido sordo, cristalino y aéreo
que ronronea al fondo igual que un motor sagrado o un corazón a punto de romperse.

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