lunes, 28 de julio de 2014

(y III)


Este es el género rancio, poesía escrita en una lágrima.
Escribir en una lágrima es creer en el dolor. Y no trasciende porque no es tan fácil engañarse,
engañar al mundo, mentir acerca de su sombra, decir que ahí no está, que no está oscuro,
que es una forma de lucir sin aspavientos. La luminosidad más recatada, modosa, brillar con humildad
y encanto controlado, ser tan sencillo como la chispa que se desvanece antes de cumplir su gesto.

Oh, y difundir el verso en su c(r)esta de claveles, llevar versos en el pelo. Hay mujeres que se ponen
versos en el pelo y los recitan a través del viento, con esa voz magnética de la naturaleza.
Estos versos deben ser ni cortos, largos en su justa medida que es así. Pueden verse a menudo
en la cola del paro cuando da la vuelta a la manzana y se prolonga como un poema triste
sin final. Las chicas son rapsodas de primera, angustiadas, tan libres de pararse en un banco del parque,
en medio de la acera, a la puerta del cine cerrado por derribo y sortear un beso entre los lirios,
besar a una paloma o llenarse de ruido los zapatos.

Alas que purgaron su pecado. El aire se pobló de corazones lanzados por su  propio vuelo.
El amor se restregaba y era ecuánime pero mecánico, desdeñoso con las pequeñas rosas que callaban,
desde la inmensidad, su nombre, desde la hierba blanca, su futuro. Había algo entre las flores y el amor,
algo relevante derivado del odio. Debe saberse que el odio es fundamento, una serie básica
de miradas y escarceos, como repudiarse sin haberse visto, o no querer y no quererse ahora.

Se supone que el amor es trascendente desde que se comporta de esa manera ruda, se empapa en la tinta
lacre del vestido, mancha tanto que un carmín. El día de la boda es cuando ensucia el cielo, ocurre el milagro
y todo el cielo se emborrona claramente. Luego se rompe. En la oración del hombre también existe un verso
corrompido, apología de la revelación insostenible. Falacias sobre dios y su familia acechan la honradez
de las personas, ensombrecen la vida, desarticulan obras extraordinarias.

La poesía incordia, trepa por escalas invisibles hasta que ya no puede disimular su desamparo.
El poeta tiene un ser enorme, formidable, tiene que ser enorme y general. Su voz
debe glosar, gritar, grabar conciertos míticos, equipararse con los divos de la ópera, silbar un piano rojo,
torcerse como un tobillo en el escalafón.

Para los ángeles la trascendencia y sus claves, la distopía que promulga su patrón, esa dualidad perversa.
...

Érase una muchacha obrera sin papeles en el bolso, sin dinero; sus labios escondían letras vírgenes,
paralizaban trenes, jets en vuelo rasante que aterrizaban deslizándose sobre la pantalla,
autobuses llenos de fantasmas pálidos; sus ojos carbonizaban la maquinaria de las factorías  
que perfilaban sin gracia la línea donde se perdían de vista relámpagos y aves.

Ella, que combatía el verso, era poseedora de una razón constante, la posibilidad de un nuevo comienzo.
La posteridad aguarda a quienes acarician un plan, el resto que se queda por el camino,
entre los girasoles del salón y el zumbido del agua, cubiertos de calor, son gente práctica, pero ella
era un tenerse, un yacimiento, su equilibrio en el tejado, el paso en falso que no engendra acción alguna,
ética de la salud. En ella se encontraba la unidad, un solo verbo: estar.

Una sola palabra: fuego.





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